La idea de que la ingeniería informática sustituya al hombre en la responsabilidad de escribir la Historia que esté por venir o la arruine no es únicamente ocurrencia del pionero Asimov (al que he vuelto a leer después de muchos años) ni las reflexiones ortodoxas de Carl Sagan. Tampoco volunto ocurrente de alguna de esas distopías tan de moda en las que la sociedad se embosca en sus vicios y sustituyen a los dioses por algoritmos. A ese precipicio nos dirigimos, no se dude eso, aparte del desorden de la tierra y de la ceguera de sus inquilinos. El disperso catálogo de obras de arte (en cine, en literatura, en música) que parten de la prevalencia de la máquina sobre el ser humano está lo suficientemente documentado como para que yo a estas horas de buena mañana pretenda aportar alguna idea novedosa. Lo de contar lo mismo a mi manera no siempre me satisface, aunque me prodigue, quién sabe con qué fortuna. En este caso he pensado en Juegos de guerra, película ochentera ambientada en los coletazos de la Guerra Fría y en el profesor Falken, un visionario de la informática o de la Inteligencia Artificial, que al contemplar la desmesura de su empresa decidió retirarse al bucolismo contemplativo, a una especie de mundo primario, rústico y puro, en el que buscar los principios básicos de las cosas, el origen de la ciencia mirando el vuelo de los pájaros y leyendo la biografía de Isaac Newton. Esta parte, sin duda alguna, la más hermosa de la película, la que me complace de vez en cuando en traer y en disfrutarla.
El adolescente que llevado por su destreza cibernética entra en los sistemas ajenos para practicar los juegos que realizan no es un juego en sí mismo. La historia de Juegos de guerra cuenta la injerencia del hombre en las tripas de la máquina. Lo que provoca el inocente pirata es una cuenta atrás para que todas las cabezas nucleares se activen por la inminencia de un ataque del enemigo. La máquina habría comenzado la Guerra Termonuclear Mundial, así de pomposamente la nombraban. Falken es también Joshua, la máquina que comenzaba a disfrutar del alambique del pensamiento humano y razonaba tal vez la única forma de ganar un juego es no jugarlo, refiriéndose a la diabólica iniciativa de colisionar los fondos de catálogo nuclear de rusos y americanos. Juegos de guerra, para quienes ya hemos sobrepasado los cuarenta, es una película mítica. Es la historia de un hacker quinceañero que, al jugar a videojuegos por la Red, inicia una peculiar simulación (que no será ficticia ni probatoria) en un superordenador del Gobierno que, por obra de la magia binaria, se las ingenia para planificar su Armaggedon particular. Obligar al cerebro de la máquina a darse cuenta de que hay juegos en los que gana nadie es el propósito incendiario (pues va contra el espíritu de lo binario, del cero y del uno) del adolescente arrepentido de sus gamberradas y del profesor, creador del ingenio y absolutamente asustado de las consecuencias de su proeza. No sabemos quién pulsará el botón del exterminio, cuándo llegará el Día del Juicio Final, toda esa colección de amenazas que amenizan la vida cómoda de los que llevan una vida cómoda (los demás tienen otras preocupaciones más inmediatas que un eventual pepinazo global). No se acaban nunca de ir los locos con autoridad: invaden países, lanzan misiles en mitad del océano, revientan tuberías de gas, no se ponen de acuerdo para que el enfermo (la tierra) inicie el principio de su mejoría y no tenga la convalecencia terrible que padece. La ficción es una herramienta de intimidación o incluso pedagógica. A veces van de la mano los los métodos rudos con las soluciones prácticas. El fin (lamentablemente) justifica a menudo los medios. De ahí que la cultura se las componga para aminorar el roto o para evitar que el roto se produzca. El cine es un milagro inmediato, del que se extrae una enseñanza, con el que se crea (no siempre, no crean) una conciencia, un modo de pensar en el que se concite la armonía, la bondad o el amor como bálsamo o como alimento. El mejor movimiento es no hacer ninguno, el que gana es el que no participa, dice Joshua cuando ha comprobado en sus circuitos (las carnes de cualquier hijo de vecino) que. al aprender de sus errores. Lo que procede es poner a Joshua a jugar al tres en raya, el llamado Escenario Invencible en los libros canónicos. Cuando la computadora toma el mando de los dispositivos de lanzamientos de las cabezas nucleares y juega, al tiempo, a juego infantil en el que sólo hay continuos empates (nadie gana) decide que esa representación es la misma que sucedería si todo el armamento fuese lanzado: empate técnico, desastre total, ningún ganador, ningún vencido.
El año próximo Juegos de guerra (John Badham) cumplirá 40 años. Yo tendría en su estreno la edad del protagonista, David, un estupendo Matthew Broderick. En la actual tengo la feliz ilusión de que el cine de evasión de los ochenta (con sus torpezas técnicas y su descuido formal) era mucho mejor que el que ahora facturan para la glotonería adolescente. Mi memoria puede haber borrado escenas de Ocho y medio de Fellini, Ran de Kurosawa, Perversidad de Lang o Sed de mal de Welles, películas que me impresionaron y me condujeron a ser el consumidor (convulsivo, aunque responsable) de cine que en estos momentos no dudo que sea, pero Juegos de guerra se conserva nítida y hermosa en esa memoria mía acostumbrada a digerir fotogramas, en hacer que se reproduzcan en mi cabeza sin que intermedie ninguna circunstancia que los invite. Guardo diálogos casi enteros, recuerdo gestos, matices diminutos de atento devorador de imágenes. En el fondo, el cine es un impecable proveedor de imágenes. Da justamente las que la realidad nos niega. Nos arroja a la ficción de que podemos sentir la emoción de que el mundo puede reventar si no encontramos al Profesor Falken en su isla o de que no seremos felices si no encontramos a Jennie en el parque, aunque sospechemos que está muerta y de que es su ángel el que nos conforta y al que entregamos el júbilo y la dicha de sentir amor.
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