18.11.22

Casas abandonadas

                  




                                                      Fotografías: Eleanora Costi


Las casas, como los cuerpos, adquieren vicios; malos, en muchos casos. Los propietarios las colman en atenciones, las miman con delicadeza, les conceden la gracia de que perdurarán más allá de ellos mismos y luego, en cuanto ellos mismos decaen  o algo les aflige, hacen que esas casas decaigan también, las desatienden, dejan de cuidarlas con ese esmero de antes y permiten que mueran poco a poco. Se aprecia, en algunas, el señorío que tuvieron, el apresto de residencia noble y fastuosa, pero incluso en esas, en las más historiadas y colmadas de lujo, en las bendecidas por la felicidad de haberlas disfrutado y sentido parte suya, penetra con idéntica voracidad el tiempo, el caos, la fiebre del olvido. Siempre pensé que son organismos vivos y actúan al modo en que todo lo vivo. Sufren las casas a su secreta manera, se desmoronan poco a poco, imitan el ánimo de quienes las hicieron, perturban al observador desavisado, al que de pronto asiste a esa representación de la decadencia o del olvido y fantasea con la posibilidad de que el tiempo obre con alguna de sus arteras mañas (magia, alquimia, milagro) y podamos ver la plenitud absoluta de lo que fueron, cuando tuvieron alma y latía, en su adentros, un corazón poderoso.


Construida en el siglo XIV, pasada de unas manos a otras, vendida, alquilada, Villa Napoleone, no muy lejos de Milán, en Emilia-Romagna, es ahora propiedad de un artista, pero habrán sido muchas las familias que la hayan habitado. Ninguna supo o ninguna supo  cómo mantenerla. Todas, cada uno con su azar y su propósito, la expoliaron, le retiraron lo valioso que pudiera quedar después de la devastación del tiempo, de las abundantes lluvias y de los terremotos de la zona. Napoleón Bonaparte dio nombre al palacio al establecer su finca como cuartel general durante las llamadas Guerras Revolucionarias Francesas. A final del siglo XIX, el gobierno italiano lo convirtió en un centro psiquiátrico y, entrado el XX, una ley censuró esas instalaciones mentales y se desmanteló ese uso. 


 Las casas son palimpsestos: hay restos de lo transcrito antes, se puede descubrir la huella de esas familias, lo que no se pudo salvar o lo que inadvertidamente permaneció más o menos a la vista u oculto, en la espera de que alguien lo reconociera, vislumbrara el secreto que pacientemente tutelaba y regresara el esplendor perdido . Repararla y conservarla es lo bastante costoso como para no acometer arreglo alguno, ni para imaginar que alguien la habite y vuelva a tener el brillo de antaño. De ahí que siga desvencijada, informando de un pasado de gloria, a la espera de que se abran de nuevo las ventanas, se cuelguen cortinas, se escuche el rumor de la vida yendo y viniendo por sus plantas. Probablemente no suceda, no se echará abajo ni tampoco se reconstruirá. Quedará como la vemos, expondrá su decadencia maravillosa, soportará cien años más e inspirará más lástima aún. Las casas deshabitadas, unas más que otras, inspiran lástima, provocan en quienes las visitan la sensación de que poseen vida, un resto de ella. Cuanto más las perjudicó el abandono, más vida cobran, más lástima producen.

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Un aforismo antes del almuerzo

 Leve tumulto el de la sangre, aunque dure una vida entera su tráfago invisible.