16.11.22

Todos los boleros son ecuaciones de segundo grado

 Es el desamor el que escribe las mejores canciones. Toda la literatura ha sido construida con materiales bastardos. El buen cine es el que cuenta los rotos del alma. La belleza será convulsa o no será, dejó escrito Breton. La idea de que la bondad existe es de naturaleza judeocristiana. Tampoco existe la felicidad. Lo que uno aprecia es una brizna de bondad o un gesto de bondad o incluso una manera de vivir que tiende hacia la bondad, pero es el mal el que escribe la trama por debajo. Un mal necesario, podemos decir. El mal que hace que el mundo gire. En eso no contamos con Dante ni con su Beatriz, haciendo que el firmamento entero fluyese bajo la influencia de su corazón enamorado. Los escritores saben que los días grises espolean más ardientemente la pluma. Ya no usamos pluma, pero los días grises persisten. Están ahí para que la literatura siga haciendo su labor subliminal, su trabajo en la oscuridad. El arte entero hace eso: luchar contra el mal, aunque lo use para explicar su descendencia. No ha habido artista que haya negado esta evidencia. Ningún escritor ha vivido de espaldas a esta declaración de principios irreducible. Los otros días, los de la luz, no hacen nada para que puedan ser escritas las mejores canciones. Incluso el deslumbrante pop, esa música festiva que hace que todo resplandezca, funciona porque el resto de las partituras son sombrías. La mejor música clásica es la que hiere por dentro. El cine al que uno se inclina más es el que narra las fracturas del alma. El mundo pertenece a los desconsolados. El único consuelo asible es el de la filosofía, y los gobiernos se obstinan en retirarlo de los planes de estudios. No se ha visto nunca que un gobierno se preocupe de la felicidad de sus ciudadanos. El estado del bienestar es otra cosa. Son números. Una estadística. Un plan rentable de alcance electoral. No hay canciones de amor que sirvan para explicar todo esto. Podemos coger un blues. Adoro el blues como expresión íntima del desconsuelo. El que canta no espanta su mal: lo que hace es conocerlo más de cerca, intimar con él, abrazarlo y procurarle un refugio. El que escribe hace algo parecido. Escribir es encontrar un refugio cuando el día es gris o cuando las canciones de amor no bastan. Duele el mundo porque el azar lo gobierna. Tenemos fe (quien la tenga, yo ando en eso escaso) porque la vida es muy dura. Lo es bajo ningún género de duda. Dura por necesidades del guion. Dura en su propia escritura interna. De vez en cuando la vida nos besa en la boca, y a colores se despliega como un atlas. Lo dijo el poeta. Por eso respiramos. También. Pero anoche volví a leer a los poetas desconsolados y me acosté en esa zozobra lúcida, en ese malestar dulce. No ha desaparecido al abrir el día. No hay razón para que una sencilla jornada de sueño pueda borrarlo. No escribieron ellos de asuntos tan graves como para que un simple sueño pueda hacer que la llama dolorosa se extinga. La vida es un regalo luminoso. Vivir fascina. Incluso en el gris se aprecian a veces estallidos de rojo, volutas incandescentes de azul. La vida es un thriller turbio. Un bolero triste. Todos los boleros son ecuaciones de segundo grado. Cine negro. No crean otra cosa. 

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