Hay una edad en la que se desea estar solo para que lo echen a uno en falta. Lo hermoso es después el regreso, la certeza de que nos buscaron, de que alguien nos echó en falta. De mayores la cosa no varía mucho. Sentir que se nos ama es constatar esa voluntad del otro por tenernos cerca y, en añadidura, lamentar nuestra ausencia, pedir que volvamos. En un cuento de Saki, del que no recuerdo el nombre, un hombre de edad muy avanzada, en su lecho de muerte, imaginaba que la otra vida, el más allá tantas veces prometido, el anhelado en el corazón que cree, ya el óbito terriblemente cerca, podría concederle un deseo que siempre tuvo: el de ver qué sería de los demás cuando él no estuviese. No es un deseo extraño, al cabo. Se preguntaba (creo recordar, hace mucho que lo leí, hasta dudo que fuese de Saki) si le llorarían mucho o sólo habría unos pocos días de duelo, si hablarían de él en términos elogiosos o, una vez en el otro barrio, despotricarían, soltarían por sus lindas (bastardas, pensaría) bocas todo lo que en vida no se atrevieron a decir. La literatura es un ojo de buey por el que ver si el mar de afuera está encrespado o discurre mansamente. Uno lee un cuento o una novela (últimamente soy más de cuentos, será por la falta de tiempo o la dificultad de conseguir la concentración precisa) a sabiendas de que es una inspección por el ojo de buey y que luego volveremos a la vida de siempre, la de las noches con fiebre, la de la rutina habitual, con sus afectos y sus delirios, ocupada por su dulzura y su crueldad.
El niño de la fotografía (solo, echado de menos por alguien) es un magnífico lector en potencia. O un personaje de algo que otro lee. Está interpretando el papel de descarriado. En el fondo de su alma espera que toda la calle le ande buscando. Ha creado una magnífica trama él solo. Es, al tiempo, autor y lector de su obra. Escribir (lo tengo cada día más claro) es una declaración absoluta de amor por la soledad. El hecho de que yo siga por aquí escribiendo a diario es porque no tengo edad (ni voluntad) de apostarme detrás de una esquina y esperar a ver qué pasa. Me dejo caer por aquí y finjo que soy otro.
"Car Je est un autre", escribió Rimbaud, me lo recordaba hoy César Rodriguez de Sepúlveda, buen lector, atento también. Verdaderamente soy otro siempre que escribo. No creo que nadie sea uno mismo a tiempo completo. Es imposible, tiene que aturdir, debe causar daños irreparables. Yo me refugio en las palabras, en la constatación de que hay un mundo del que poseo absoluto dominio. No se tienen cosas que de verdad pertenezcan de ese modo tan brutal. Me escondo y no deseo que me busquen. Salgo y saludo, echo un ojo a la realidad, por ver si en mi ausencia hubo algún cambio relevante. La ficción, la ficción pura, es el refugio, la esquina donde esperar a ver qué pasa, donde amarrarse al loco temblor del tiempo.
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