12.11.22

316/365 Nick Cave

 



 A la tragedia el abrumador talento de Nick Cave le saca un disco con el que recomponerse. En eso no difiere de cualquier bardo francés hasta arriba de absenta cuando la realidad lo cogía del cuello y lo zarandeaba. Cave, que es un poeta travestido de estrella del rock, procede con los mismos recursos. El arte es un bálsamo. Hasta los griegos debieron pronunciar ese axioma incontestable en alguna de sus pláticas de jardín a orillas del Egeo. Ghosteen era un corazón puro al que le asedia el caos, escribió a propósito de las razones que le habían animado a componer una colección de canciones dedicadas a Arthur, su hijo de quince años muerto al precipitarse por un acantilado tras ingerir alucinógenos. Jethro, otro hijo suyo, fallecería siete años después, sin que se airearan públicamente las causas del desgraciada óbito. Nada que no pueda adjuntarse a la biografía del padre, excesivo y atormentado como primera muestra de carácter. La muerte es un excelente creadora de metáforas, un inagotable caudal de lírica, rota y fea, pero terapéutica.  El mismo Cave adora (en términos estrictamente creativos) esa faceta suya de autodestrucción. Sus mejores piezas son las que describen ese descenso al infierno, aliñado con la crueldad inherente al dolor y al patetismo de su iconografía. Hay músicos (poetas, cineastas, escultores, pintores, fotógrafos) que únicamente brillan cuando se oscurecen. Cave es un superviviente con conciencia de su heroísmo. Rinde esa emanación del mal que todos llevamos dentro de primera y trabajada mano. Sabe manejar los rotos del corazón con el desparpajo de un profesional del duelo. De hecho, sus mejores obras son las últimas, todas las que alumbró su castigada alma, hecha a recomponerse, como un lázaro mecánico. 


A Cave le inspira la brutalidad del Antiguo Testamento, aunque no hay un ápice de religiosidad cartesiana en él. Las referencias bíblicas perlan su robusta discografía. Son material narrativo de primer orden: el pecado, el castigo, la culpa, la divinidad, la futilidad de la existencia. Nada nuevo: Sting dijo que la iconografía cristiana le marcó siendo niño. Si no hubiese sido por el jazz de salón y por la querencia al puro negocio, Sting podría haber sido un Nick Cave rubio y atormentado, reconocible en sus bajadas al infierno y en sus gloriosas escaladas al cielo puro de la creatividad insobornable. 


Después del telúrico Grinderman (el primer disco que amé Nick Cave) vuelve a reunir a sus Bad Seeds y entona nuevos salmos a mayor gloria de su evangelio de barítono de la mala vida. Su música (la reciente con más encendido pulso) es una epifanía de rock purísimo, edificado sobre las raíces del blues y embutido con mimo (pero sin amaneramientos) en el traje ampuloso de las nuevas músicas del mundo del siglo XXI: Cave es un gurú en lo suyo, un profeta eléctrico, una especie de Bob Dylan ensimismado por la belleza de lo sórdido, por la fascinación de la fe y por la certeza de que el tiempo, el implacable, va a lo suyo y no espera a nadie, como decía la vieja tonada de los Stones de los sesenta, a los que detesta en la intimidad por no abandonar con decencia el circo del rock antes de hacer peligrar la imagen labrada durante decenios. Nick está ya viejo (lo está desde que era joven) , pero canta mejor que nunca.


Nick Cave debe ser un tipo extraño en el trato corto. Ha ganado merecidamente fama de áspero. No rehuye, sin embargo, entrevistas: le valen también de púlpito de sí mismo, una especie de catequesis pagana para el que hocique en ellas su curiosidad, esa necesidad de saber qué hay detrás de la estrella, si un hombre capaz de sincerarse o un alias del personaje que despliega en su música. No me entra que sea un tío campechano, capaz de comentarte cómo ha ido el fútbol en el fin de semana o cómo el bueno de David Bowie cuando Ziggy Stardust fatigaba las barras de bar del Berlín profundo, pero yo me limito a escuchar Dig, Lazarus, Dig!!! o Murder Ballads (el que lo hizo mainstream) o Abbatoire blues, discos que invitan a escuchas nuevas, como si fuese jazz en vez de rock. En cierto modo siempre pensé que el rock se agotaba enseguida: Cave me hace cambiar de opinión.


Se ha atribuido el papel de trovador de la electricidad del mundo, poeta de Cristo entre zumbidos de acople. Le sienta bien al hombre la desintoxicación. Le sienta de perlas. Ha rehecho su vida, aunque la vida se encargue de hacerle regresar a los días del perdón y de la redención, de esa espiritualidad fangosa de libro de salmos para un desesperado creyente. No hay otra cosa que melancolía y desazón en sus letras, esa poesía a la que da temple de recitado con su voz cavernosa, rebajada a lamento, tremendista y ampulosa. Su idea de una canción es la misma que la de un buitre que está a punto de despacharse una pieza muerta, pero tiene la suprema capacidad de emocionar al público avisado del festín, aunque las viandas sean carroña, costra, moho, óxido. Seremos nosotros los que de verdad deben acudir a alguna terapia, pero el arte cura incluso a quien no lo crea: esa es su lección, la pedagogía remanente. 


Da igual que se le adscriba al punk gótico o al rock sórdido, que algunos se obstinen en desmontar su planta de mesías del desencanto y digan que hace veinte años que registra el mismo disco. Cave sigue cautivando. Warren Ellis es su mano derecha, no sabemos si roja como la de su estupenda canción que abre la (estupenda) serie Peaky Blinders. No habría Cave si no hubiera Ellis. Debe ser un ángel de la guarda. Lo último que han hecho es Seven psalms, que se compone de un instrumental de más de diez minutos (desasosegante) y los siete salmos del título. Lo que hace Cave es recitar un poema sobre la fe, la pérdida, el amor o la misericordia. Nada nuevo. Lo de siempre. Lo que lo hace maravilloso es la permanencia del mensaje. Lo escribió en el confinamiento a razón de uno por semana. Las letras expresan rabia y esperanza. Tal vez eso sea lo que de verdad esté haciendo este glorioso animal herido: sanarse a medida que explica la dimensión de sus heridas. Son hondas. Todos debemos tener las nuestras. El arte es un bálsamo. Te hace escribir salmos sin ni siquiera mirar al cielo. Estará dentro. Lo tendrá dentro. También el infierno. Como si uno y otro fuesen la misma cosa o la cara y el envés de una moneda inexplicable. Mi musa no es un caballo y yo no compito en ninguna carrera, escribió en una carta a la MTV cuando sus duetos con Kylie Minogue y P.J. Harvey (su pareja durante mucho tiempo) fueron merecedores de halagos y fue nombrado mejor artista masculino del año. Su ego salvaje y contracultural le susurró que lo rechazara con la mayor de las amabilidades. Los fastos de la fama a veces te precipitan en festejos que deploras. 


Cuarenta años de música con sus bandas (The Boys Next Door, The Birthday Party, Grinderman y, con letras de oro, sus inseparables The Bad Seeds) han cincelado una personalidad única en la música contemporánea. Uno tiene su inventario de canciones fascinantes, acuda a ellas de cuando en cuando, las deja ir y adquirir su verdadera condición de himnos: The spinning song, Tupelo, All tomorrow's parties, Saint Huck, The mercy seat, The weeping song, Red right hand, Stagger Lee, Henry Lee, Bring it on, Bright horses, Dig!!!, Lazarus, Dig!!!, Abbatoir blues, Straight to you...Furioso y melódico, de una incontestable franqueza vocal, Cave escribe para sí mismo, si es que eso puede ser factible. Hará sus discos (más de veinte) para contarse el mundo o para lidiar con él. Fajado en desgracias, su testamento sigue escribiéndose. Es un monumento al alma humana. 

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