I
Charlie Parker tuvo que ser una criatura menesterosa y
frágil, delicada y tierna a pesar del corpachón que gastó en su escasa vida.
Sabemos su legado: la música y la biografía de un artista absoluto. Sabemos los
discos y el mito forjado por los aficionados, la trama de los días de Bird, cuando empeñaba el saxo o salía al escenario con la cabeza en otra parte o, dependiendo de la ingesta de veneno, en todas ellas.
Según quien escriba la biografía resulta una hagiografía al hilo de la leyenda
o un sórdido viaje al fondo oscuro del alma de un hombre contradictorio,
embocado a su saxofón, invariablemente tocado por el ala infame de la desgracia,
sitiado por el numen y ahogado por la revelación de su don, que lo sacó del
anonimato que suponía ser negro en Kansas City en los años cuarenta. Se fue a
los treinta y cuatro años, la edad perfecta para construir un mito. No tuvo la
suerte de ser un personaje normal como su amigo Dizzy Gillespie, que agotó
la vida en Cuba, en Suecia, en los círculos del jazz exquisito, como embajador del jazz, casi como un funcionario que vuelve a casa después de cumplir su jornada. sin épica ni literatura. Tal vez hubiese querido Parker desaparecer en el
mainstream, tocar en Estocolmo delante de una colonia indecente de pijos con
ínfulas de eruditos del bebop, ir de gira en un crucero (se me ocurre que
podría ser el argumento de una estupenda película de aire distópico y mucho
jazz de fondo). Como Coltrane, como Evans, como Baker, entregó
su alma al diablo en un cuartucho de motel barato. Si los músicos de blues la
entregan en un cruce de caminos, los músicos de jazz prefieren los clubs de
luces mortecinas y ruido de cubitos de hielo en el fondo del vaso. Vivió
de saxos prestado y locales cutres, pero el pájaro siempre elevaba el vuelo. El
genio manumitido de toda las esclavitudes de la rutina, libre, ocupando el aire
con su swing, elástico y sublime, de las precursoras big bands al sincopado
bebop, retorciendo las notas hasta conseguir una pasta sobrenatural, un loco
suicida -lo intentó varias veces - con el don de la ebriedad y de la belleza,
ambas cosidas al mismo traje. Un cocktail brutal de toxinas provocó la
demolición absoluta de un cuerpo estragado, torpe y gordo alojamiento de un
espíritu excepcional. Neumonía, ulcera de estomago, cirrosis e infarto
posterior: ése fue el dictamen médico, que creía estar viendo un hombre de
sesenta años (más tal vez) en un adulto de menos de cuarenta. El parte
médico no registró su amor por el blues, su insobornable pasión por la música
del voudeville en Broadway, su incontestable capacidad de improvisar y perderse
en la bruma de su talento sin salirse un ápice de la emoción, del absoluto
conocimiento de los patrones clásicos que le permitían escaramuzas geniales a
los márgenes del tiempo, a la filosofía de la música. "Esto lo estoy
tocando mañana", escribía Cortázar en sus labios. De hecho sigue
tocando. Hay discos de Parker cada año: su producción es infinita. Como la Jimi
Hendrix. Debieron grabar mucho, cantidades enormes de música que era enlatada y
dejada para mejor ocasión. Cientos de tomas alternativas, leves variaciones, un
soplo de más aquí, un receso en el solo allá. El paraíso del aficionado a
Charlie Parker es precisamente esa entrega intermitente, que no siempre es
relevante. Así que Cortázar en su El perseguidor lo contó inmejorablemente.
Esto lo estoy tocando mañana, esto lo estoy tocando mañana.
II
Estoy tierno. Esta noche de Charlie Parker con su
corpachón negro en un traje blanco en una película del tito Clint. Esta
noche nuevamente fría en la que oigo la respiración del disco duro, el cáncer
viral que lo enferma. Estoy cansado. Me asomo a la ventana y veo la calle larga
a izquierda y a derecha. Estoy
melancólico. Estoy pensando en todos los amigos fumadores. En todos los amigos
alcohólicos. En todos los amigos de barra de bar que te cuentan minucias con la
solemnidad exclusiva que da estar un punto ebrios. Con dos puntos de ebriedad
las minucias se convierten en pasajes épicos. En el grado tercero, cuando la
realidad es un poema de Bukowski y la voz de Jim
Morrison en los Bose pequeñitos del pub suena cascada,
quejumbrosa, lejana y gris, las minucias de los amigos bebidos se transforman
en surrealismo oral. Estoy molesto. Me duele el mundo tal como se me está
sirviendo. Duele lo invisible así que cómo no va a doler toda esta miseria
visible, este caos administrado por personal en trance, que se obstina en
malgastar el talento. Qué trabajo les costaría hacer bien lo que hacen al modo
en que yo me empecino en hacer bien lo mío. Pero tampoco lo hago, me aferro a
que va bien, a que se puede enseñar el trabajo realizado hasta que lo miro de
cerca y advierto los errores, la falla tectónica del alma, todo ese grumo
inservible que se ha ido construyendo sin nuestro consentimiento. Quizá por eso
no soy político. Porque sólo sé enseñar inglés y ni siquiera tengo la certeza
de que sirva verdaderamente para algo la entrega diaria, el trasiego de verbos
irregulares, toda la fonética hermosa de Milton, las letras
de Leonard Cohen, la solemne Suzanne por los ríos y la
frívola Molly del Ob-la-di Ob-la-da life goes on,
yeah, life goes on. Me gustaría vivir en una película de Tati. Estoy
espeso. Noto las palabras hacia adentro, quemándome. Palabras que me
conmueven. Pessoa quería casarse con la hija de una lavandera y
seguir fumando. Le dejarían unos fragmentos de metafísica. Paseos por Lisboa.
Nada relevante. Pessoa se despierta inconcebiblemente humano a sabiendas de que
la realidad puede convencerle de ser justo lo contrario. Pessoa se
acuesta solo en un cuartucho alquilado a la vera del Tajo. Piensa en Dios y
piensa en la esencia de lo divino y en la incomodidad de manejar argumentos tan
trascendentes en mitad de la noche, en una habitación austera como un
ministerio de Rajoy , en un edificio sin alardes arquitectónicos,
tirando a gris entre edificios grises, a la vera del Tajo. Pienso esta noche de
Charlie Parker con orquesta, en Pessoa y en todos esos amigos a los que ya no
veo y que sé que aprecio todavía. Imagino que de noche, en ocasiones, según les
fatigue mucho o poco o nada el día, se sientan frente a la pantalla del
ordenador y buscan información sobre cómo va el mundo. No darán con esta página
con facilidad. Ni siquiera es bueno que sepan de mí de una forma tan
artificial. Escribir es contarse uno a sí mismo, pero en esa rendición de
intenciones, en ese espejo abierto, se cuela el transeúnte accidental, el
lector verosímil y el lector imposible, el hermano perdido en las calles de la
Judería, el amigo de aventuras en 1.980 y la novia de prestado en los bares
infinitos de San Fernando. El pasado es un fantasmagoría. El pasado es un
almacén de objetos inútiles a los que damos sentido por añoranza, por sentir
que el tiempo nos está destrozando y que vivimos aceleradamente, apenas
instruídos en el arte de parar las horas y volverlas a poner a andar en cuanto
se nos antoje. Estoy cansado. Escribo a ciegas. Tengo un muro delante. Tengo un
flexo alto y perfecto y un silencio comido por el tic tac metódico de un reloj
estilo inglés, colgado encima mío, junto a un título universitario (qué hace un
título universitario en una pared llena de carteles de cine). Estoy
avergonzado. No debería escribir tanto. Tiene que haber un poco de pudor. Pudor
mínimo para escribir con pulcritud, sin excesos, sin la textura habitual, sin
caer en eso de hablar en demasía de uno mismo por eso de que nadie tenemos más
a mano. Yo escribiría horas enteras sobre Charlie Parker, pero serían palabras
de otros, leídas en otros, contadas sin el ardor que ya otros pusieron para que
yo ahora, oyendo Ornithology, sienta a Charlie Parker pecho
adentro, contándome la épica de los perdedores. Estoy agotado. El texto está
quemado. Es tarde. Hasta Parker ha salido afuera a fumar solo y a pensar en la
sangre, en el vacío que a veces mitiga el sonido del saxo arrojado afuera,
pensado afuera. En El perseguidor, en ese prodigioso
cuento, Cortázar cuenta la vida secreta de Charlie Parker. Dédée se
levanta, apaga la luz, fuma Gauloises y le busco un saxo a Charlie, que solo
quiere beber algo caliente y que se vaya el dolor. Parker recita el dolor
tocando Ornithology. Ya hace rato que ha dejado de sonar en el CD. La pieza
sigue todavía en mi cabeza, aunque ahora suene otra. Muere el swing. Nace el
bebop. El jazz es un biombo tras el que esconderse. Vivir es una jam session.
Hay una melodía, pero no se puede predecir por dónde va a perderse, en qué
punto exacto de la trama sonora la melodía se va a hacer añicos. Lo hermoso del
jazz es comprobar cómo se recompone desde la nada. Son los fragmentos los que
la guardan. Al final de la pieza vuelve a enseñorearse y el músico se desprende
del instrumento (un saxo perdido y luego encontrado) y busca en su cabeza las
primeras notas de la siguiente.
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