Hay una hora desabrida en el día en la que todo se hace de un cuesta arriba dolorosísimo. Hasta las nubes en el alto cielo sucumben a nuestra pesadumbre y exhiben un gris desmayado, entenebrecido. Luego comienza invariablemente el festejo de la rutina (con su afición a los principios meramente mecánicos) y se atisba una fortaleza en el ánimo. Hasta en ocasiones no se precisa nada relevante que ice el día y él sólo construye un palacio al que nos invita. Va uno aplazando así anhelos y triunfos del alma sensible e incluso la rutina entraña un esplendor tibio al principio, que más tarde cobra destellos de pura alegría. El tiempo se desmadeja con su mansa elocuencia, nos hace a veces cómplices; otras, creador de nuestra propia felicidad. Hoy es uno de esos días sin tacha ni roto: veré a mis amigos, los abrazaré uno a uno, cantaremos canciones de los Beatles en un jardín iluminado de fe en la amistad y en la memoria. No han pasado 42 años. Fue ayer cuando jugábamos en el patio de Fray Albino. Es la amistad lo que nos beberemos.
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