Parece que Ingmar Bergman murió sin tragedia. El tránsito comenzó cuando perdió la partida de ajedrez. Fue dulce y tranquilo y estuvo rodeado en todo momento por sus familiares. Quien tanta fascinación tuvo por la muerte ingresó finalmente en su secreto, en su vasta heredad sin raíces ni bruma ni tal vez camas grandes en las que una pareja entable una conversación sobre el padecimiento humano o sobre la raíz misma de la pasión. El cielo de Bergman debe incluir espacios precisos para la alienación, vasos comunicantes que hermanen la soledad y el fracaso para que su talento narrativo se jalee y al momento tenga el suficiente grado de atormentada confianza como para escribir el libreto de una película. Como Bergman no era, por natural, escéptico en materia religiosa, no tengo duda alguna de que acabará encontrado en algún paseo celestial a Strindberg y a Ibsen, sus mentores espirituales. O quizá, acudiendo a la imaginería portentosa de sus films, se haya decidido a ser ese caballero sueco del siglo XIV que, comido por las fiebres místicas de las Cruzadas, decide retar a Dios en esa partida de ajedrez que todos hemos iniciado.
Este poeta de lo metafísico, este filósofo de lo inconfortable, de la vida como un episodio necesariamente áspero cuya urdimbre más secreta se rige por designios fuera del alcance de la razón y apelan siempre a lo divino, debió morir para consolidar sus pesquisas espirituales, tasar si se acercaban a un modelo fiable o, desajustadas, eran creaciones de su acendrada espiritualidad, de su certeza de que no es posible conocer al ser humano. Asunto que llevó a la práctica con sus siete tentativas matrimoniales, sus amores extraconyugales y su casi decena de hijos. Un tipo de un dinamismo pasional a prueba de frivolidades. Un hombre anclado en la infancia, huraño y reacio a cualquier devaneo con la frivolidad, que se describía a sí mismo como un niño haciendo cosas para los mayores. Un genio con una línea de flotación mental más sólida que todos los ismos de las nuevas generaciones de cineastas matrimoniados con la industria y con sus golosos flecos.
El enigma Bergman es su condición de escritor de imágenes (algunas de una sobriedad tan elocuente que duelen), su negativa a condicionar su pensamiento a las altas y bajas en el mercado de los valores culturales del siglo XX que él contribuyó (cinematográficamente hablando) a prestigiar en el terreno artístico. Pocos días de que falleciera (recuerdo) volvía a ver Gritos y susurros y escribía sobre la gramática del dolor: parecía un aviso de lo porvenir, una especie de tributo a pie de muerte para quien estuvo toda la vida en la incredulidad y en la incertidumbre, en la confianza de un mundo mejor fuera de éste y en la certeza de que vivimos, a menudo, intensamente la vida sin mirar cómo la vida nos va modelando, zarandeando, tejiendo en nuestro interior un complejo sistema de hilos que hablan por nuestra voz y elaboran nuestros gestos.
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