3.6.22

Lo que sea el alma

 No se sabe a qué velocidad morimos. Hay por quien no pasan los años y hay quien por quienes pasan sin pudor los de todos los demás. Quienes mueren habiendo aprovechado el tiempo y habiendo visto muchas cosas muchas veces, quienes han vivido todo una triste o festiva única vez y quienes no han vivido absolutamente nada, ya sea por interrupción del suministro o por infortunio o incapacidad. Se tiene una idea rudimentaria e imprecisa de cómo se va uno muriendo. La misma de la que disponemos para razonar la velocidad con la que vivimos. Algunos, atropelladamente; otros, con morosidad, con esmero a veces. Hay hasta un inasible término medio, aséptico, neutro, gris, sin excesos ni atrevimientos, feliz a su antojadiza manera. Son más las cosas que se ignoran que las tenidas por ciertas. En esa certidumbre, sobre ese pequeño avituallamiento de verdades, se vive infinitamente mejor. La verdad es una mentira razonada. Ardo, pero no conozco el fuego, podríamos decir. Nos consumimos imperceptiblemente. No hay indicios registrables a diario. Apreciamos el desquicio de la piel o el atropello salvaje del olvido cuando vemos fotografías antiguas, advertimos las dentelladas del tiempo, pero son conceptos esquivos, de manejo oscuro. El dolor del tiempo no es tangible, no se puede medir bajo los criterios con los que valoremos todos los demás. Estamos en un desamparo terrible, si se piense esto un poco a fondo.

Del pasado se posee una impresión enteramente frágil y huidiza. Sabemos que hemos vivido porque la memoria nos restituye los datos cabales, las imágenes exactas, las emociones puntuales, pero del mismo modo aceptamos la ficción. Podríamos inferir que la vida que hemos dejado atrás es una ficción más. Que todo lo que no es ya visible ni se puede evaluar con el rigor de los sentidos no existe. Piensa uno: yo no fui a Galicia hace algunos veranos. O yo no jugué al fútbol, siendo niño, en la plaza de Zaragoza, en el Sector Sur de Córdoba. O yo no compraba discos de jazz de segunda mano en una tienda cerca de la Corredera. O yo no leí con fascinación los cómics de la Marvel. O yo no pensé en Kafka ni el Golem al pasear una noche las calles de Praga. Ninguna de esas cosas sucedieron verdaderamente. Algo me dice que sí, que ocurrieron, pero no debo fiarme de la memoria. La memoria, las más de las veces, es un juguete roto, el único del que tenemos una propiedad fiable, y no siempre. Es la misma memoria falible que altera a su antojo la vida. No sabemos nada. No tenemos registros de lo que ocupa los días y ocupa las noches de la existencia que atesoramos. Porque vivir, a pesar de todo, es un prodigio, es uno de esos tesoros inviolables, inargumentables, inasequibles al desencanto, inefables, por más que haya quebrantos que lo fracturen, por más que el olvido lo vacíe de nombres y de gestos, de lugares y de caricias.
La piel se cuartea a poco que se apremia a vivir. No tiene con qué explicar el origen de todas esas formidables arrugas que la surca. Es una travesía breve su viaje. Solo tenemos el ahora, el pasar majestuoso de las horas, no el vuelo de los años. Con lo pequeño, vivimos. En lo pequeño, estamos. Lo tremendamente grande, lo que solo se deja describir con grandes palabras y con grandes relojes, se nos escapa. Está en fuga ya en el mismo instante en que dejó de suceder. El tiempo, del que estamos hechos, es una broma estupenda, un fraude colosal, uno de esos argumentos que no comprendemos, pero que invariblemente hechizan. No sé qué fuego me quema, pero ardo. Si me lo preguntan, no sé qué es el tiempo, decían los filósofos. No me lo pregunten. No me pongan a pensar. Las cosas importantes de esta vida (el amor y la fe a la cabeza) no son asuntos del pensamiento. Los conduce el corazón. Los malogra el corazón también. Mis dudas son las comunes. Mis desvelos, los previsibles. No sé a qué velocidad mi alma modela su bienestar. No sé qué puedo hacer yo para que vaya más lento todo. Supongo que es la lentitud lo que se anda buscando en estos asuntos. A esta altura de la trama, viene bien un poco de lentitud. La ecuación se resuelve así. La incógnita, el tiempo, se despeja sin que en ningún momento se advierta excesiva pompa. Y de lo que nada sabemos, de lo que está por venir, nada digamos. No estropeemos la intriga, toda esa dulce sensación de asombro que todavía adoramos. Será el asombro el que hace que el mundo gire. El asombro fascina por lo que tiene de fantasma. Cada uno maquina los suyos: ellos nos curten, hasta nos justifican. La misma fe es una extensión prodigiosa de ese informe inventario de emociones con las que alimentamos el alma. Qué será el alma. Qué hay adentro suya que todavía no nos pertenece.

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