18.6.22

169/365 Javier Marías

 




Muy contrariamente a lo que siempre se me dijo, leí ayer algo -muy por encima, en la obligadamente reducida pantalla del móvil -  sobre las bondades de explayarse. Lo podría haber expresado más concisamente, pero no me hubiese divertido igual. Cuento con que la brevedad no es enemiga de lo ameno o con que extenderse, en ocasiones, emborrona lo contado, lo hace perderse, no lo precinta en un espacio reducido, de fácil asiento en la memoria. Cuento (también) con la idea de que me gusta leer a los que se explayan o escuchar a quienes eligen el merodeo, la hipotaxis tan amada por Sánchez Ferlosio, sin procurar que una criba, una al menos decente, rasure la frase larga, la frase un poco crápula y libertona, que va a su aire y se sepa cómo empieza o en qué términos discurre, pero no el modo en que decae o el cómo - abruptamente - se extingue. No me entusiasma que la conversación, la hablada, se explaye más de lo conveniente, pero no siempre tengo a mano una idea exacta de lo que es la conveniencia. Disfruto con los que, al contarme algo, se recrean en el detalle, amenizan la anécdota - muchas, además, muy escasamente narrables - con circunstancias periféricas. Hay cierto tipo de derroche semántico que me hace estar más atento a lo que escucho o a lo que leo. Lo contrario, la brevedad antes aludida, conviene a veces, por supuesto. El lenguaje, si es demasiado pulcro, no motiva. Y tampoco es eso siempre así, por fortuna. Más si añado que amo los aforismos. Hace falta enfangarlo algo. Por eso quizá me gusta Javier Marías cada vez más. No porque escriba mejor que otros, sino porque escribe de un modo que me atrapa, al que concedo una atención máxima, dejándome ir, consintiendo ese rapto hermoso de la frase. Vamos los dos sin pudor, por donde el viento dice. Reconozco que hay hartazgo a veces, cómo no haberlo. Frases que no son explayamiento únicamente, sino que adquieren un rango hipnótico, del que no es posible siempre sustraerse, pudiendo (en una hipótesis traída muy a posta) deslindarse de ellas, no estar al cabo de lo que narran, prescindir de ellas en un extremo. 


Es la falta de equilibrio lo que exaspera de la prosa de Marías y, al tiempo, lo que la hace única. Quizá sea eso, el exasperarse, lo que la hace cautivadora, adictiva en muchas de sus novelas. Marías, incluso el más benigno, extenúa. Un cansancio dulce. Ya hay cientos de escritores que ejercen su oficio en la antípoda de Marías. Muchos que, a fuerza de concentrarse, de frenar el ánimo explicativo, buscan el paso fugaz, el relato exacto, sin la minucia que uno querría para saber más o para disfrutar del estilo. Tal vez sea eso, el estilo, de lo que estemos hablando. No de las tramas, ni de la voluntad firme de contar una historia y de hacerlo conforme a unas líneas o a un patrón, sino el traje con el que la cubrimos. El cuerpo narrativo está de fiesta en Javier Marías. Y entiendo que sea esa fiesta de las palabras, de su ir y de su no saber al lugar al que van o no tenerlo absolutamente claro, lo que disuade a algunos lectores, que reconocen al escritor, pero no halagan los vicios a los que se ha entregado o los que nos tiende con alevoso afán. Se le ama o no se le ama: se le convida a la casa y le abrimos las puertas de nuestra intimidad porque amamos la conjetura pura que representa o se le echa sin ambages. La vida, al cabo, es conjetura también. Todo son caminos bifurcados en otros; caminos emboscados en otros; caminos ocultados en otros. Hipotaxis. Las palabras nunca dicen del todo lo que parecen. Existe un interior no siempre legible. Y ahí es donde entra ese explayarse, aunque exaspere o extenúe, ya saben. De los vicios, de los más aprendidos, no se tienen jamás razones. Se tiene fe en ellos. En el lenguaje, en lo que ofrece, también hay fe o algo que se le parece mucho. Estaré especulando. Hemos venido a este mundo a especular. Muy probablemente. Lo que no volverá, al menos no como aquella soberbia primera vez, es la lectura de Los enamoramientos o de Berta Isla o de Mañana en la batalla piensa en mí, con la que descubrí, allá en 1994, al autor. 


La arrogancia (impertinencia a veces) de su lado periodístico no me impide creer en él como escritor. Casi feligresmente. Se lee a Marías catedraliciamente. Hay un murmullo de fe en ese volcado complejo de lo real en donde el mimo a la palabra (y a la sintaxis) es absoluto. Dice escribir sin brújula, no disponer de un mapa de la trama. Descubre a la vez que escribe. La novela se va creando al antojo de cierto azar. Es eso que yo valoro tanto: ser lector al tiempo que escritor. Como si leyera algo que otro confiadamente vierte. Como si al improvisar la historia acudiera y, de algún modo secreto, impusiera su código o su mecánica. Corazón tan blanco es una explícita celebración de ese festejo de escribir. El secreto que la atraviesa es el de la misma literatura, el del arte de inventar. Tu rostro mañana es la gran novela de Javier Marías. La leí con un bendito sufrimiento. Caí y me levanté decenas de veces. Decidí dejarla alguna con más obstinado ahínco, pero triunfó la paciencia, el amor que uno profesa a una novela mientras sucede en su cabeza. Esos volúmenes (tres, no sé si dos mil paginas) ocuparon mi entera atención de modo que la vida de afuera padeció la injerencia de la vida interna de la historia, entreverándose ambas. Quizá esa sea la máxima de un lector apasionado, eso creo ser: que la literatura abrace la vida y también a la reversa. Eso consigue Marías con cada obra suya. Hay novelistas cuyas tramas me atrapan más. Pocos que me seduzcan por la totalidad del hecho literario. Su amor por Conrad o por Stevenson es el mío. Leí a Sterne por él. Cada nueva novela suya tiene un sitio en alguna de mis baldas. 

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