No me entusiasmó inmediatamente J.D.Salinger, tal vez lo leí tarde. En la adolescencia tenía escaso apego a las letras y el deslumbramiento llegó después. Fue entonces cuando descubrí El guardián en el centeno. Era una edición de Alianza que todavía conservo. La releí hace bien poco y me encontré con un texto nuevo. Los libros son siempre objetos cambiantes. Cambian ellos y cambia uno. Imagino a un adolescente norteamericano en la época en que Salinger publicó su obra. El signo de estos tiempos está lleno de hechizos, pócimas y amores vampíricos: símbolos de la vacuidad intelectual o, si se prefiere, del dirigismo estético que las grandes industrias del ocio planean para adoctrinar al futuro contribuyente. Mandan las arcas. A distancia, a cubierto de exigencias éticas o de valores estéticos, está la literatura que consumen los jóvenes.
A Salinger, fallecido no hace mucho a la muy noble edad de 91 años, en su hermetismo antiguo, en su cerrada vida de estilita pijo, le salió bien la jugada revolucionaria: condujo a cierta parte de los adolescentes a un mundo sórdido, hostil, reflejo de la propia adquisición de una personalidad, un estar en el mundo. Holden Caulfield, el protagonista de El guardián en el centeno, es un antihéroe, el muchacho quebrado por dolores finísimos, compartibles. Toda ese gentío de jóvenes en busca de un sueño encontraron en la historia de Caulfield el referente perfecto. No sé qué hubiese pasado si Salinger creara hoy en día su Guardián. Probablemente nada. O nada de lo que entonces alumbró. El autor esquivo, celoso de lo suyo, afantasmado y casi violento, contribuye a la forja del mito. Toda esa basura David Copperfield que el piojoso de Caulfield odiaba en la obra es, en el fondo, la destrucción de la literatura de la credibilidad. Salinger, sobredimensionado, en mi opinión, no escribío La Gran Novela Americana: sólo creó un contexto para la rebeldía, un territorio fronterizo que igual servía a suicidas que a niños-bien con ínfulas de malditos. Ahora se lee con otros ojos, pero se mantiene cierta fiereza, una especie de rebeldía que casa bien con cualquier espíritu fronterizo o levantisco o declaradamente revolucionario. En una de las poquísimas entrevistas que concedió, se lee que enseñar a escribir es una cosa absurda: un ciego guiando a otro ciego. También que publicar es un acto que le distraía de la escritura. No dejó nunca de hacerlo, pero todo fue para su único deleite. Imaginemos que al menos él apreciaba su trabajo.
Ermitaño, misógino, arisco, Salinger es una hermosa anomalía. Se arrogó la legitimidad de esconderse, pero esa voluntad acrecentó su fama. Basta que se oculte algo para que su búsqueda cancele la fortuna de encontrarlo. Solo es nuestro lo que perdimos, escribió Borges. Él es indiscutiblemente un misterio que se acrecienta, a su ya inútil pesar, a medida que esa novela suya (la única) resulte todavía una pieza antológica de la literatura universal. Que Mark Chapman llevará un ejemplar cuando abatió en la puerta del edificio Dakota a John Lennon no rebaja su mitología, ese aura de obra reverencial que continúa fascinando con la misma coherencia lírica, con el mismo asombro primitivo. La comenzó a escribir a los 22 años y la acabó diez después. No hay nada que sepamos sobre las motivaciones que lo arrojaron a ella. Tal vez convenga ese vacío biográfico. Qué importará quién escribe algo. Si lo que se desprenda de su vida variará lo que se desprende de su obra. Salinger, el invisible, es el enigma de la literatura del siglo XX. Habrá otros. Hay escritores que producen su obra sin que aflore. No existen. Esa biblioteca no será nunca revelada. El ánimo que la justifica es de naturaleza entera y caprichosamente privada. Ninguna más libre, ninguna más necesaria.
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