Ni una evidencia de que somos débiles, ningún indicio de flaqueza, hay que exhibir la fiereza en el gesto y la firmeza en la voluntad. En cuanto atisben un rasgo de tibieza, renunciarán a la virtud de la piedad y serán crueles y nos harán sangre. Tendré una muerte temprana y mi fama no conocerá fin. Soy Aquiles, he sido un héroe, he sido un villano, he sido un hombre. Dios, que se llama Zeus, dispuso que yo cayese, aunque nunca caí del todo. Hablo desde la eternidad, me contemplan los siglos. Mi madre me sumergió en la laguna Estigia. Serás inmortal, proclamó. El azar salvó mi talón de sus deseos. Ahora lo agradezco. Apolo me lo asaetó cuando di muerte a Héctor. Homero no me consoló. Registró mis proezas, las hizo cantar, fulgir entre las demás, adquirir el brillo inmarcesible de los héroes, pero no fui un Dios, no se me facultó. Luego está la tortuga. Que mi posteridad esté afincada en esa paradoja me desazona. Ella compone la música infinitesimal de mi historia. La imaginaria carrera es cada vez más real en la memoria. Ese Zenón fue un tramposo. Todo lo que percibimos es ilusorio, de acuerdo, qué podré añadir yo, bravo aqueo, el de los pies ligeros, que me he bragado con monstruos y he librado las más cruentas batallas de las que después se han escrito hipérboles y engaños, a qué sostener yo ahora otra cosa, pero no pude vencer a la tortuga. Para que sucediera esa victoria, tendría que haberla alcanzado, ya que le di ventaja, pero ella avanza. Lo hace con premiosidad exasperante, pero cuenta cada paso. Los míos son enteramente inútiles, me confesaría el retorcido Zenón. El movimiento no existe, Aquiles. Cuando alcanzo el lugar desde donde partía el animal, he debido recorrer una mitad previa, pero antes (dejadme que me explaye al menos aquí) he debido recorrer una mitad de la mitad anterior y así sucesivamente, ad infinitum, que diría algún romano invitado al espectáculo. Quiere decir que... ni siquiera habré dado un paso. Hay una leyenda (narrará Borges dentro de dos docenas de siglos) de un emperador chino que pidió que el cetro de su imperio fuese disminuido en la mitad cada vez que lo portase otro mandatario. El cetro, mutilado por dinastía, es una especie inagotable. Mientras que podamos razonar que hay una mitad de cetro aguardándonos, el cetro es literalmente infinito y durará para siempre. Es cosa de nuestra tiniebla griega, dirá el tal Borges, según se me ha confiado. Antes de que pasen seis minutos deben pasar tres, pensará el lector inquieto. Antes de tres, minuto y medio cabal. Podemos seguir deshaciendo el cómputo, rebajando la cantidad de tiempo, creyendo (ilusoriamente también) que el tiempo existe, cuando es falso. No puede avanzar. El lenguaje, esa prisión, se lo impide. Aquí, en el Hades, nos entretenemos como podemos. Hay tiempo para todo, a pesar de todas las interrogaciones humanas. A veces me da por verme en ánforas o escucho qué se cuenta de mí. No estoy particularmente contrariado. Hay quien se desvía y no se ajusta a lo que de verdad sucedió y quien decide hacer apartarse y convenir una historia que amenice las tardes aburridas o engolosine la imaginación de la chiquillería. A mi madre, que andará por ahí, no le insisto ya en que me dé razones. No te sumergí completo, hijo mío, me responde, apesadumbrada. Dejé el talón, pero te nombrarán más que a dios alguno. Cuando alguien exhiba una debilidad, usarán tu nombre. Eres inmortal, mi bravo guerrero.
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