6.6.22

157/365 Gabriel García Márquez

 



Se puede morir con anticipación, aunque se camine y se alivie el cuerpo cuando lo requiere o se admire un paisaje o el sabor de una fruta. A Gabo le sobrevino esa muerte pequeñita, la de las palabras, la de los nombres y los verbos, la de contar, ese oficio del que fue el demiurgo sublime. En su cabeza perviviría Macondo y sus personajes le regalarían pétalos en una caja de zapatos. La crónica de la muerte anunciada era esto, probablemente. No sabemos qué pasó dentro de la cabeza del maestro. Si fabularía de otra forma o dejaría  de fabular del todo. Los huérfanos y los tristes somos nosotros, los lectores. No duele que alguien se muera. Se nos educa para vivir después de que la muerte abrace a los demás. En lo que no hemos recibido formación alguna es en manejar que los que amamos no sepan nombrar el mundo que les rodea. Fue el mismo Gabo, Gabo El Premonitorio, el que dejó registrado en su Cien años de soledad la posibilidad de que el mundo existiese a partir del momento en que fuese nombrado. La palabra, al hacer carnales y fecundas las cosas, las impone a la realidad. La literatura hace eso.  Lo que necesitaría el bueno de Gabo es un Melquiades, un gitano inventor, uno que le ayudara a fundar palabras nuevas y le guiara, con esas brújulas e imanes que trajera a Macondo, por el camino hacia la muerte. Porque cuando García Márquez murió  no fue una noticia devastadora al modo en que lo es la de otras personas que no conocemos en persona, con la que hemos tomado café y compartido emociones, las que nos han marcado y con las que hemos crecido espiritualmente. Él hizo eso; nos tuteló en la travesía de la imaginación festiva, pura y mágica. Hizo que su Aureliano Buendía, frente al pelotón de fusilamiento, recordara la tarde remota en que su padre lo llevara a conocer el hielo. No podría, por más empeño que pusiese, hacer nada de eso, hacer conocer algo extraordinario a sus hijos, puesto que fueron diecisiete, todos bautizados Aureliano como él. Maté al coronel, le dijo el escritor a su mujer cuando finalizaba Cien años de soledad. Había acabado su novela. Se había clausurado un parte de sí mismo. Había ganado el insomnio, que es la verdadera trama de Macondo. Nosotros conocemos sus voces, hemos pisado sus calles humildes, la dictadura del miedo y del deseo, hemos apuntado en una libretita los nombres y los lazos, hemos sentido una pena honda al cerrar el libro y pensar que podríamos volver a él, pero nunca (nunca nunca) sentir esa punzada de absoluto deslumbramiento. El mío ocurrió una única vez. Tras esa lectura bautismal llegó otra que me trajo otro modo de recorrer la historia. Sucede continuamente. Las palabras tienen ese eco de cosa conocida  a la que se le profesa un afecto sincero, casi una gratitud. 

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