En ocasiones la vida parece una vida de encargo. Obra en silencio la trama o debo decir la convicción de que una trama exista, pero a la vida la gobierna el azar, la administra el azar, la convierte el azar en esto trágico o festivo, según antojadizamente tercie, con lo que nos levantamos a diario y en lo que abrimos pecho como si nada pasase o todo sucediera, como si fuese en verdad la vida un encargo de otro, una novela. Caso de que la vida sea una novela sería una de Proust o de Faulkner. Ojalá de Stevenson o de Verne. No sería jamás una novela de Murakami. De alguna manera esa universalidad que predican las grandes novelas, al menos en mi caso, no la encuentro en las del escritor japonés. Veo otras cosas, grandes ellas, las que dicen que siga leyéndolo con placer. Tampoco me hace feliz la idea de que la vida sea una novela si se arrima a la idea de novela de Ken Follett o de John Le Carré, concluyo ese hilo. Confieso haber leído sus argumentos adictivos, haber entrado y salido de los personajes, sentido el suspense de la historia, pero no miman la palabra. Hay un amor a la historia y a su plasticidad. Abandona (imagino que adrede) la ocupación de la palabra, su misión, tanto que decir sobre eso: la subordinan al concurso de los acontecimientos. Prefieren el lustre de la intriga, saben los dos que el que lee es un devorador de tramas, una de esas almas descarriadas a las que la vida no les abastece de ardor ni de belleza y terminan (ay) cayendo (yo he caído, yo he sido un devorador de tramas, yo he robado horas al sueño por Follett y Le Carré) en best sellers. Pero sobre todo temo a que la vida termine pareciéndose en demasía a una novela de Murakami. De hecho es de Murakami de quien he venido hoy a escribir. De cómo su escritura no alcanza cotas de magisterio y de cómo no conducen a ningún sitio perdurable ni te hacen sentir feliz o perplejo o emocionado cuando acaban. Aparte de lento, lo que cuenta Murakami es irrelevante. Pero esa ausencia de perplejidad y esa irrelevancia enganchan. La vida (razono) también lo hace así. Debe (además) hacernos sentir felices de vez en cuando, perplejos (eso lo consigue sin esfuerzo) y hasta dejarse llevar por la emoción y ponernos tiernos, sentimentales, frágiles como un haiku de petaĺos.
He leído los cuentos del sauce, After dark, Tokyo blues, Escucha la canción del viento, el de Kafka y la del pájaro que da cuerda al mundo y con eso (creo) he tenido bastante. Hasta alguno ha sido releído, lo cual puede ser un contrasentido. Lo que no comprendo (una de las tantas cosas que no acabo de entender) es la razón por la que existe esa querencia hacia los libros de Murakami. Cómo vende lo que vende. En qué hechizo cayeron los que, abriendo sus novelas, creen estar penetrando en un mundo fantástico, en un país asombroso al modo en que solo la buena literatura es capaz de abastecer a quien lo solicita. Los hechizos son inaprehensibles, no se dejan capturar por lo cartesiano, jamás se aleja del confort del corazón, ahí en donde bombea sus jugos más amorosos. Los suyos tienen un predicamento borrosamente maravilloso. Hay espléndidos viajes iniciáticos (Kafka en la orilla) en los que la soledad es una herramienta de conocimiento personal, de indagación en el mundo. Hay también premiosidad en sus (muchas veces) pormenorizadísimas descripciones de una cara o de un plato o de un paisaje. Esa solemne declaración de intenciones estilísticas lastran la primera vocación del lector, la de adquirir una solvencia narrativa, una fluidez que, en mucho Murakami, es dolencia más que virtud. Dice esto quien ama la autonomía de las palabras para izar una trama. Sé que ellas tienen autoridad para sostenerla o, en casos extremos, todo forma, incluso crearla. Con todo, Murakami escribe con vehemencia. Da a veces con un hilo del que no te puedes soltar. De hecho, son esos hilos los que lo hacen valioso. Dejé IQ84. Laborioso. Complicado. No querría para mí esa penuria. Hay tanto que leer. No sería el momento. Mi amigo K. sostiene que no se puede ser tan intransigente en materia literaria y que Murakami, bien leído, algo tendrá para que esté ahí, en los suplementos dominicales y en las mesas de Grandes Éxitos de El Corte Inglés. Como si sus novedades fuesen acontecimientos que superan la misma atracción de la literatura. Luego está su amor por el jazz. Ahí me rindo a sus plantas. Parece un pregón mariano.
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