“Yo nunca me aburro. No puedo aburrirme porque leo periódicos, libros, veo la televisión. En mi mesa siempre hay un montón de libros. Por consiguiente, no puedo mostrar gente que se aburre, que no hace nada. Soy muy activo. Soy un activista. El reverso es que no sé divertirme, no sé tomar vacaciones, no sé estar sin hacer nada, no puedo pasar un día sin leer, sin escribir. Por tanto, mis personajes son también así; necesariamente, los personajes se parecen a su autor.
(Truffaut, L'Express', Paris, número 883, 20 de mayo, 1968)
I
Los 400 golpes es un canto a la inocencia. Hace unos días volví a verla y sentí ese despojamiento de toda experiencia. El Arte, supongo, debe tratar de conseguir siempre eso: mirar el objeto retratado con ausencia de signos, ajeno a la contaminación que da la cultura y los batacazos que nos va procurando la vida. Los 400 golpes es también un documento sobre la libertad y la nostalgia, sobre la cordura en estos tiempos de descreimiento, de incredulidad y de desazón espiritual. Tampoco la Francia que retrata Truffaut era el paraíso y no hemos adelantado mucho en nada remarcable desde entonces, pero la memoria juntamente con la sensibilidad nos hacen hermanos. Como si todo fuese nuestro. Como si lo ajeno nos perteneciera. Esa es la idea de cultura que más aprecio. Y además me acosté feliz (una vez más el cine procura esa felicidad sencilla de irse uno a la cama jubiloso y completo) recordando la mirada de Antoine Doinel y su tristeza infinita, su amor puro todavía no hurgado. Luego sabremos que Truffaut tardó toda su vida en terminar de escribir el libreto de la vida de ese niño de los cuatrocientos golpes, que siempre interpretó Jean Pierre Leaud, el novio ignorado de la heroína de El último tango en Paris, pero eso forma parte de la desviación propia de haber visto muchas películas y haber leído algunos libros sobre cine. O sabemos que ahí nació la Nouvelle Vague, esa acuñación semántica que siempre me pareció cargante en su escaparate de prodigios y precintada por un puñado de estirados cinéfilos sin pizca de humor. Reconozco que puedo estar perfectamente equivocado. Ah, y se me olvidaba el mar, el mar al fondo como metáfora de la felicidad, el mar absoluto al final de la mirada.
II
Truffaut le contó a Hitchcock la historia de las manos de Harry Powell, el infame predicador de La noche del cazador, la única película que filmó Charles Laughton, ese actor enorme metido en un cuerpo enorme. La mano del amor es la del bien. Un amor absoluto y limpio, un bien absoluto y limpio. Una mano que acaricia y extrae de lo que toca lo hermoso y lo noble. La otra mano es la del odio, que devasta lo que toca, reduciéndolo a la indeseable nada. Las dos combaten y las dos pierden. Eso lo dejo escrito yo, no Truffaut. Pierden porque una y otra se cuentan lo que hacen y lo padecen terriblemente. El hombre es un animal magnífico, una criatura asombrosa en todos los sentidos. Incluso cuando ejerce el mal, es admirable, porque lo ejecuta de un modo creativo. No hay ninguno que mime tanto su obra, que se esmere con más oficio en lo que se siente obligado a hacer. El reverendo Powell es un hombre atroz. No sabemos nunca si esa atrocidad está destinada a perecer o a medrar. Si una parte anulará a la otra y reinará en Powell o las dos convivirán sin que se sepa cuál es la más fuerte. Puede ser que ninguna lo sea. Que vivir únicamente consista en manejar los extremos y no decaer cuando uno de ellos, el que no aceptamos, arrambla con el que consideramos más nuestro y al que le procuramos todas las atenciones de las que disponemos. Al cabo del día se ama y se odia a partes iguales. Yo al menos lo hago. Días donde el amor resplandece y estalla como una estrella de cien puntas. Días donde el odio hace casa en la cabeza y te dan ganas de ser un bárbaro, uno de esos asalvajados a los que no les mueve ni el decoro ni la piedad. Vence la templanza, por fortuna. Vence no aburrirse. Vence inventar. Vence ocupar el tiempo para que parezca que tenemos alguna intendencia sobre él.
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