El surrealismo no era otra cosa que un nuevo tipo de magia para mi. La imaginación y los sueños, toda esta intensa liberación del inconsciente, cuyo objetivo era que las cosas se acostumbraran a ocultar el alma, que debe abrirse paso, debe marcar el comienzo de una transformación de los significados y de los símbolos.
Jim Morrison
A Jim Morrison le visitó el numen y lo trajeó con todos los dones del espíritu. Antes le mostró los libros sagrados y le encomendó la salvación del mundo. Daba igual que él fuese una pieza sacrificable en esa heroica empresa. Antes de alcanzar el estrellato y guiar al pueblo hacia el edén, Morrison leyó a los grandes poetas y educó su cuerpo para que su alma brillara como una gema divina. Era el pastor instruyendo al rebaño en las bondades del éter y de la lujuria. Era un chamán bohemio y concienciado de todas las prerrogativas de su oficio. Que lo arrestaran en un concierto fue un hecho previsible al que no opuso demasiada resistencia: los mitos precisan un devocionario. El Mesías no desoye las admoniciones de la grey: las hace suyas, las conjuga y extrae de ellas enseñanzas para su evangelio. La alquimia transmuta al hombre en semidiós, al orador en poeta. Manumitidlo de toda traba que lo ausente de su cometido espiritual, Morrison decide montar un grupo de rock a su imagen y semejanza: he aquí a The Doors, su templo, su altar, su púlpito desde donde narrar las parábolas. Hay que expandir el mensaje. Hay que fundar una academia de la conciencia mística del hombre. Yo soy un elegido, pero no me adoréis, recita en un concierto. Yo soy el principio y el fin, pero podéis seguir después de mí, podéis buscar qué hubo antes de mí. Antes estuvo su adorado Rimbaud, su Baudelaire, su Verlaine, su Artaud, su Lorca. Los sentidos son las puertas del alma. Todos se abren, a todos se les confía el éxtasis. El sexo es una válvula infinita. Morrison era un ser erótico. Apolíneo y dionisíaco, cual instruido efebo griego, Morrison se entregaba sin interrupción ante su público. Eran espectáculos rituales, una especie de cópula sublime en la que la música ocupaba la sangre y nutría el cuerpo. El poeta beat se afilió a las drogas. Lo afínaban, dijo. La clarividencia matrimoniaban con esa voluntad de perderse (literalmente) en la bruma lisérgica. En las giras, hacia lo que salía del alma, déjenme ser candoroso. “Vosotros no estáis aquí por el rock and roll, ¿no? […] Vosotros habéis venido aquí para verme la polla, ¿no?” Y se la sacó para que la viera la sobresaltada audiencia del Dinner Key de Coconut Grove en Miami. Ahí lo enchironaron. Nada que lo alterara demasiado. Qué os habéis creído, que pediría clemencia, que rogaría. Tengo en mi cuerpo todo el peyote que había en el desierto de Arizona, tengo toda la poesía simbolista que había en las calles del viejo París. Allí lo enterraron. Murió en una bañera después de un subidón de heroína. Su novia dijo que tenía una sonrisa infantil. Sin confirmar, a título meramente anecdótico, se dice que la noche en que murió tenía en su casa de París un super-8 en el que proyectaba una película en la que él y su novia de entonces (Pamela Courson) pasean el patio de los leones, en la Alhambra. Pasó unos días en la ciudad nazarí. Se dice (volvemos a la inconsistencia de estas cosas) que pidió whisky escocés. No habiendo, lo engolosinaron con vino de Montilla-Moriles. Estáis bebiendo con el número tres, dijo, aludiendo a las muertes de Jimi Hendrix y Janis Joplin. El hotel Alhambra Palace recoge en su libro de visitas que Morrison y su pareja durmieron en sus habitaciones, lo que enturbia la versión más famosa: la de que pernoctó en casa de un amigo australiano y se prendó del flamenco en una cueva del Sacromonte. Ahí pudo componer Caravan. La letra dice que le lleven a Portugal, que le lleven a España, a la Andalucía de los campos llenos de trigo. "Llévamos lejos, caravana, donde los vientos alisios encontrarán galeones perdidos en el mar. Sé que hay un tesoro aguardándome. Plata y oro en las montañas de España". Se sabe que alquiló un Peugeot Sedán y condujo hasta los Pirineos. Querían visitar los edificios rosáceos de Toulouse. Pamela dijo que nunca le había más conmovido que viendo El jardín de las delicias de El Bosco en el Museo del Prado. El primer pintor psicodélico, dijo. Se quedó en París para siempre. Hay quien dice que murió de una sobredosis adulterada de heroína en los servicios del Rock and Roll Circus, una discoteca parisina. Se sobornó al médico y lo condujeron a la habitación de la calle Beautreillis. Allí lo depositaron en la bañera. No hubo autopsia. El cementerio de Pere Lachaise es un santuario para todos sus feligreses. Allí reposan Moliere, Honoré de Balzac, Marcel Proust, Oscar Wilde, Edith Piaf, Delacroix, Modigliani, Ingres, Chopin, María Callas, Rossini, Bizet… pero el peregrinaje necrófilo recala en la tumba de Morrison. Se le oye modular su voz barítono, precisando las sílabas, desgañitándose y amansándose, encendiendo un fuego para calmarlo después. El repertorio de los Doors es psicodelia, bossa nova (ese bajo de Break on through), rock despampanante y una apabullante creatividad. Hasta la discreción de Ray Manzarek (el otro en la banda) hacia filigranas maravillosas, apuntalando las piezas de modo que no se precisa nada más en ellas, haciendo que suene a blues casi todo el tiempo o incluso a clásica. Lo impredecible queda para el discurso del líder. Él hace oscilar el metrónomo del talento. Todavía recuerdo la primera vez que escuché un disco de los Doors. Fue Alive, she cried. Había acabado una fiesta y todos se fueron marchando. Algunos sin alboroto y otros, por causas etílicas, haciéndose notar. Pedí algo, creo. Se me negó. Vas a escuchar esto, apostilló alguien. Gloria. Light my fire. Little red rooster. El éxtasis.
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