Se muere a cachos, se muere uno sin percatarse de que uno se está yendo. Es la historia de siempre. La alegría iza su bandera en un costado y la tristeza planta un agujero en el otro para levantar la suya. Da miedo toda esta sórdida maquinación de las sombras. Porque tienen que ser las sombras las que nos acechan tanto. Vosotros, mis amigos, deberíais saber que, aunque estornude, soy un cadáver. Se me nota en el ancho inédito de un ojo. Lo tengo más abierto que de costumbre. Como si hurgara la luz y buscase un argumento con el que rebatirla. Me muero porque el mal me va ganando. Es el mal, oh amados míos, el que nos derrota fatalmente. Si la bondad existiera en el mundo, si no hubiese tiranos, ni ganasen las batallas los de siempre, si los tahúres vieran cómo se pudren todos los ases que esconden en la manga, si Dios estuviese más al quite y nos librase de algún quebranto, no moriríamos nunca. Lo he dicho bien claro: no moriríamos nunca. El miedo a morir predica más miedo y trae a la muerte de la mano y nos la sienta en la mesa. Ah, si todo pudiese empezar de nuevo, dije una vez. Que una pura y simple palabra abriera el mundo y sonaran las sílabas como un cántico. Dejé la militancia y me tiré al campo. Por ver si de verdad la palabra se hacía tronco y pétalo. Por escuchar la flor cuando alienta que se la libe y rezume amor en cada destello de sus colores. Y sí, la vida es bella, ya verás, como a pesar de los pesares, tendrás amigos, tendrás amores. Lo es aunque la pueble la melancolía y la ocupe el olvido. Yo llevo toda la vida pensando en cómo hacerla mía igual que el aire se arrima al pulmón y los dos se entienden. Por eso escribí versos.
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