Habiendo alumbrado ya prodigios suficientes, triunfado en los negocios, siendo padre y marido al que aman y respetan, conocido por su talante serio y su estimable firmeza de carácter, Arsenio Lanzas se reivindicó un buen día frívolo y hasta un punto coqueto, entró en un drugstore y llenó un carro de dimensiones imprudentes con rímel, con lencerías, con moda parisina cara. Luego llegó a casa. Se cuidó de que no anduviese nadie arriba ni abajo. Voló, ufano, feliz, exultante, al dormitorio. Se miró en el novicio espejo e improvisó un mohín, uno almibarado y juguetón en el que nunca le reconocería absolutamente nadie. Un gesto como de niña traviesa y enamorada a la que se le hubiesen caído del delantal todos los postres del sábado. Más tarde se sonrió satisfecho y entregó la tarde a refinar posturas antes de que viniera su esposa con los niños y le pillaran en un desliz con el colorete. Cuando oyó las llaves en la puerta, bajo decidido y radiante como una novia y le dijo a Lola que tenían que sentarse las dos a tomar algo. A Sandra, la mayor, que venía detrás con una escandalosa ocupación de bolsas en las manos, se le cayeron todas al suelo. Sonó como si se rompiera un jarrón. A Luisito, el pequeño, se le quedaron la boca y los ojos muy abiertos. Arsenio tenía mariposas en la boca del estómago. Me tienes que decir dónde está ese sitio del que siempre hablas, le habló. Me tienes que ayudar para elegir un par de cosas que necesito. Dejamos a los niños con tu madre.
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