176/365 Nora Barnacle
Nora Barnacle, la esposa de James Joyce, no leyó nunca Ulises.como él hubiese querido, no como Vila-Matas lo ha leído. Nora Barnacle se acostó con el autor de Ulises, le habló en los parques, le escribió cartas obscenas (es sabido que Joyce era un salido absoluto), le confió sus dolores y hasta le planchó los cuellos de las camisas, pero jamás se animó a ir de la mano de Bloom por las calles infinitesimales y mitológicas de Dublín. Lo que nunca sabremos es qué parte de la vida de Nora Barnacle pasó inadvertida para James Joyce, qué trazo de historia personal e íntima no reconoció a diario, al acostarse con ella, al pasear los parques bajo la lluvia, al escuchar al pie de la cama el relato minucioso de sus dolores, al verla planchar los cuellos de sus camisas. Nunca sabemos estas cosas y es probable que no haga falta saberlas. Todos somos James y todos somos Nora. Salimos a tomar el aire, paseamos solos o de la mano de la persona que amamos, advertimos un paisaje que nos sobrecoge, damos a los demás la impresión de que tenemos cierto carácter o de que la orfandad es un signo de nuestro ánimo, pero más tarde regresamos a casa. Nos tomamos un momento para pensar y decidimos que hay algo hecho mil veces que no repetiremos jamás. Puede ser que decidamos no volver a escribir cartas que nos ruboricen o que ese rubor sea lo único de lo que sintamos verdadero orgullo. Podemos ser James diciéndole a Nora “mi flor azul oscuro, empapada de lluvia”. Nora hace que James desfallezca de placer. Esa Nora promiscua que lo lacera. Esa Nora embrutecida. Esa Nora sin pudor. Pero no sabremos como leyó Ulises, si se puso de pie al lado de James mientras Leopold Bloom se lamenta de que Molly le ponga los cuernos. James se enfrascará en una frase a la que no da el cierre que requiere y Nora le mesará el pelo y le tirará las gafas. No sabemos cómo se escribe la literatura. La leemos. Paseamos su vértigo y su fiebre, pero también podríamos arrodillarnos por ver si debajo de las palabras otras palabras cuentan otra historia. Tenemos que saber si hay una Nora o dos o si cualquier James en el que pensemos no será en realidad un trasunto del amor que lo guía como una brújula sucia. “Escribe las palabras obscenas grandes y subrayadas y bésalas y ponlas un momento en tu dulce sexo caliente, querida, y también levanta un momento tu vestido y ponlas debajo de tu querido culito pedorreador”. Deberíamos no tener permiso para leer a James cuando le susurra cartas de amor loco a su Nora. Caer en ellas (es un descenso la lectura) es conocer a Jim, no a Joyce. Nora conoce a Joyce el mismo día en que sucede Ulises (el legendario dieciséis de junio) y ya fueron por siempre “puerco y puerca”, lo cual los retira del territorio melifluo de los amantes que proceden con maneras y decoro, pero es esa locura de amor y de sexo la que anima a Joyce. Nora es el aliento de uno de los más grandes escritores. Hay en el Ulises de Nora el mismo desquicio que habría en su tórrida comunión de carne lasciva y de poética reverberación, de escatología y de sublimación. Cuando le preguntó el porqué de no escribir libros que la gente normal pístese leer, James debió besarla. Se arrodillaría y la besaría. Alguna concesión distópica haría de Nora la verdadera escritora. Tal vez secretamente lo fuese. Nunca se separaron.
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