Habrá un dios para cada roto. A lo que uno aspira es a que sea cierto o a que cunda ese anhelo puro. Que a poco que flaquee el espíritu haya una divinidad que lo conforte o la pujanza del ánimo, cuando todo cuadre y el amor o la felicidad o la armonía lo ocupen a uno entero, Dios lo acompañe. Que en cuanto se venga abajo el cuerpo esté ahí también para restañarlo y darle abrigo y que cuando se ice y dé su más noble medida también concurra y se quede. De verdad que yo no pondría objeción a esa inclinación festiva del alma. De hecho, albergo la más alta inclinación a que prospere y se acuertele adentro como si fuese un órgano o una emanación privada del espíritu. No sé si tendremos una vida después de ésta, pero no importaría andar por ahí convencido de que la haya , exhibiendo a cada momento mi fe en la vida eterna, poniendo todo por mi parte en la salvación de mi alma y, de camino, en la del ajeno que se me arrime. Creo firmemente en que estamos aquí para algo. Tengo esa convicción, aunque descrea de ella a ratos y nada de esa flor del pensamiento perdure.
Si sólo estuviese después el vacío, me confiesa, sería la existencia más triste. K., con quien mantengo charlas elevadas, ha caído en la cuenta de lo maravilloso que es sentirse escuchado. Quizá por eso reza cuando encuentra ocasión. Lo hace de un modo que yo no conocía: entabla un diálogo profundo con la divinidad, la pone en aprietos, la concierne en lo suyo y, por último, la conmina a que medie en la fatalidad que lo devasta. No usa recitados conocidos. Su versificación está exenta de esa letanía, que no le dice mucho. No sé si ése es el camino, K. Rezar se me antoja a mí otra cosa, no eso que haces, le digo mientras paseamos. Yo no rezo porque no encuentro placer en hacerlo. No será por no haberlo intentado. No será por no insistir al modo en que lo hacen los demás, viendo cómo se reclinan, de qué devota manera exponen su cuerpo a la voluntad a la que elevan sus hondas plegarias. La propia palabra plegaria me produce zozobra, K., le digo. El que reza tiene el crédito que no posee el que no lo hace. Seguimos en un mundo que adora al creyente. En el silencio del que cree hay a veces más honduras que en el silencio del pagano, de quien no consigna creencia alguna y va de otra manera, aquí o allá, sin ahondar, sin la metafísica. Es un mundo éste al que la metafísica lo está sublimando y lo está embarrando. La metafísica eleva o aplasta. Construye catedrales o alienta guerras.
Soy laico por pereza teológica. Contra mi voluntad pagana está el argumento de los argumentos, la madre de todos los argumentos, el argumento absoluto que echa por tierra y convierte en banal la convicción más contundente. Si existe o no Dios está fuera de mi alcance, así que ante la posibilidad de mirarlo de frente y buscarlo entre las piedras, en la luz de la mañana y en los ojos que me devuelve el espejo, preferí no mirarlo, no enfrentarme a su enigma, vivir sin metafísica, aunque la anhele, conducirme por las tortuosas sendas del tiempo sin que ningún quebranto místico torture más lo que ya viene averiado de fábrica. Pero también me dejo conmover por el reverso y me deshago en primores teológicos y comprometo toda mi voluntad pagana cuando contemplo la noche oscura, la alta noche bendecida de estrellas, impura y eterna. Está Dios fuera de mi alcance, sí, pero ah cómo me conforta toda la maquinaria que desplegamos para alcanzarlo. Supongo que soy voluble en materia divina, lo cual será motivo de escándalo para los creyentes más cartesianos. Lo soy por días, por ratos, si me apuran. Y así ando, en la bruma, en la luz, perdido, encontrado, convencido de que voy a morirme de igual manera, escribiendo el mismo texto, improvisando algunos detalles nuevos, aunque dejando el núcleo, exhibiendo el mismo territorio visitado. Como si abriese mi casa y los visitantes casuales y los fijos me confiasen la indiscreción de que no cambiado ni un solo mueble
Será quizá imposible borrar a Dios del libro que es el mundo. Como si ya vieniese en el pack. El mundo junto con un dios o con muchos, según al gusto de quienes los inventan. Se constata la brutalidad del hallazgo moral y también la dulzura, la bendita dulzura dirán algunos, de un Dios tutelando el viaje, consintiendo los errores, conduciendo el alma desde el vacío primero hasta el colmado último. K. dice que está ahí Dios para el roto. Que se lo cosa. Yo voy con lo que me va llegando. Cualquier día me pongo serio y veo lo que no todavía no se me ha entregado. Y en ningún momento he caído en la gratuidad, inútil a mi entender, de dejar aquí nada consignado sobre la iglesia. No entra en estas consideraciones. De hecho son un asunto aparte. Ninguna iglesia es mi iglesia. Ningún hombre que la represente me representa. Y, sin embargo, qué majestad la de las catedrales. Qué triunfo del alma sensible. Con qué humildad entro en ellas y me encierro en mi incertidumbre. Soy un descreído feliz y disfruto la búsqueda. Igual ya la he encontrado.
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