Me desalientan las novelas inasequibles, pero eso debe ser porque mi cerebro está paralizado por lecturas banales o porque ya no me atraen las cosas difíciles o porque necesito leer un texto dos veces para que no se me quede nada afuera o por rehuir el riesgo. Una vez entré en una librería con la inocente idea de hacer tiempo a la espera de ver a un buen amigo. Ojeé un par de libros de Pynchon. Nada profundo. Abrir unas páginas. Leer unos párrafos. Intentar convencerme para sacar la tarjeta y llevarme el tocho (oh sí que lo era) a casa. En el autobús, a la vuelta, me recriminé por mi falta de osadía libresca.
¿Dónde están los tiempos en que la dificultad, la aparente dificultad, digamos, me parecía una cima digna de ser cubierta? ¿Por qué el lector que soy huye de los pynchons de la literatura y se refugia en banalidades, en distracciones livianas, en toda esos libros que se engullen con presteza y se olvidan sin esfuerzo? Será, en el fondo, que uno no posee vicios eternos. Que al paso que voy acabaré preguntándome quién es Borges, dónde puedo comprar el último libro de Matilde Asensi, de Clara Sánchez, qué sé yo, el último recetario moral de un coelho. Será porque todo a lo que me entrego se hace rico y a mí, como dejó escrito Rilke, me deja pobre. Y yo estoy entregado últimamente a más cosas de las que me puedo permitir. Entonces siempre hay alguna que flaquea. Incluso hay alguna que directamente desaparece de mi ránking estupendo de prioridades. Pynchon no es mi prioridad. De verdad que no. Mira que sé lo mal que hago dándolo de lado, pero creo que voy a pasar un mal rato. Bastantes de ésos me dan sin que yo lo solicite como para que los busque a posta, movido por una extraña voluntad, un poco masoquista y otro poco pedante.
No tengo ningún amigo que haya leído a Pynchon. Ninguno, en la barra del bar, me ha contado lo bien que se lo pasa leyendo a Pynchon. Hemos hablado de mujeres, de series televisvas sobre zombies, de lo bien puestos que los tenía Cela, pero de Pynchon, en serio, ni una palabra. En cuanto alguien lo nombre, en la barra del bar o en el pasillo de mi colegio, me voy a la librería pido la obra completa de Pynchon. En plan valiente. Una de Pynchon. Sin tartamudear. A bocajarro. Con un par. Como Cela.
Por lo demás, hay algo en Pynchon que me atrae. El de dientes de conejo y traje de marine. El de un titulo que te parece perfecto a la manera en que a veces lo perfecto acaece (El arco iris de la gravedad). El de una sola novela que yo haya leído sin asomo de vacilación (Vicio propio, dicen que la más asequible todos los pynchonianos, que son legión). El de Vineland, terca y sufrida, arrastrada como un fardo a veces deslumbra te. El de un perro leyendo a Henry James izado como personaje con fuste. El de la dificultad y el de los retos, en suma. Porque es espeso Thomas. También lo suscribirá eso cualquiera de los legionarios. Tendré que envalentonarme un día de estos. Dar de mí lo que ni sé que tengo. J. leyó La subasta del lote 49 con contagioso entusiasmo. Ya voy por la mitad, me escribió en un WhatsApp. Lo mejor, me dijo, es que no es tan Pynchon. Obraba a su contra, a la de mi amigo y a la de la propia novela, su carácter complejo, su voluntad de alejarse conforme se avanzaba en ella. Como la vida, razono ahora. Este verano me obligaré a leer El arco iris de la gravedad. Como un nuevo Ulises, he pensado. Hace tiempo que la literatura no me agota. También debe haber eso. Como la vida. A lo mejor Pynchon es la vida. Mi admirado (por muchas razones ese atributo) Vicente Luis Mora dejó escrito hace mucho que Pynchon son los padres.
Está bien visto que el autor sea un ser invisible, casi un personaje de sí mismo, que no concurra a festejos ni haya fotos suyas en el google. Pynchon, en este sentido, es el autor ideal junto con Salinger. Ni apariciones públicas, ni promociones, ni entrevistas. Da igual que uno no haya leído una línea suya o que haya leído poco o lo haya leído mal. Lo verdaderamente relevante es que uno se maneje en el pedigrí del escritor ausente. Que lo valore como actitud ante el bendito circo de la cultura. En ese no estar hay un brillo como fantasmagórico, un aureola de genio que, en ocasiones, se escuda en lo extraliterario, en la metalingüística, en la morralla que se expide a beneficio de los exégetas y de los frikis de turno. Siendo yo friki de muchas cosas, lo soy también de Pynchon. Estaría bien (más que bien) hablar con propiedad de las virtudes del autor, sacar en una cháchara de taberna los entresijos de su obra. No me preocupa no estar en ese grupo de elegidos. No soy sensible a esa vertiente excéntrica de lector muy avezado en literaturas de gama alta, digamos. La mía, la literatura a la que propende mi últimamente cercenado ocio, es la asequible, la que no me exige cogitaciones excesivas, la que (ay qué mal camino llevo)se apresta a manosearla sin que se me caiga el cielo sobre la cabeza, sin que note un peso en la frente, una sensación inquebrantable de asfixia intelectual. Lo dicho: un despojo de lector, en eso me estoy convirtiendo.
Soy un Samsa libresco. Mi amigo K., cuando me ve comprar libros, tercia siempre hacia el mismo hilo: quién te ha visto y quién te ve. No me vio nadie, K., le contesto. Tú es que estás adentro y me vigilas sin que yo lo pida ni lo aprecie. Además todos los libros, incluso los de coehlo y bucay , sirven para lo mismo. ¿Y para qué sirven los libros? Para hablar de ellos con quienes se dejan. Últimamente disfruto con eso muchísimo. Me relajo una barbaridad hablando de Mañana mismo, no tardo más, me leo El arco iris de gravedad. 1.152 páginas. Conociéndome, ay, me va a dar el verano.
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