Yo sé lo que hay debajo de la tierra,
lo que se custodia
en la hondura torpe de su alma,
lo reservado del aire.
Para que brindemos todos juntos
y el agua brinque libre por las peñas
y la entera luz sobrevenida en el cielo
copule con las sombras en los árboles,
hay que abrir el suelo,
hay que desenterrar la esperanza.
Ahí andaba, a cubierto.
Sola y perezosa y gris.
Sin la responsabilidad del oficio
que se le encomendó.
A salvo de la dureza del tiempo de los hombres.
Sin que la arrumbara más adentro aun
el olvido o la desgana.
Ahí la esperanza.
En esa estancia lejanísima.
Qué cabal y sordo es el abatimiento.
Es un cáncer tenue y limpio.
Va cubriendo de gris las almas
y va cerrando con tiniebla las palabras,
pero llegará el día
en que brindaremos todos juntos
y el agua festejará el paisaje
y el sol acuchillará la niebla
y saldrá a la calle la esperanza,
ella con su festín de sol,
nosotros adornados de vértigo.
La esperanza, la enterrada,
como una novia
a la que de pronto
le hubiesen estallado de pura alegría
cien hijos en el vientre.
Finge en la altura su luz
un cansancio dulce.
Allí se enturbia y adormece.
Ocupa un rastro de verdad y de clausura.
Crece sin propósito, ocupa
la breve extensión de una mirada
y se desvanece sin alboroto,
como si no hubiese existido.
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