Los detectives del cine negro beben mucho whisky porque se tarda muy poco en apurar un vaso. Pasa lo mismo con las caladas a un cigarrillo. Hay algunos que duran un par de minutos. El humo ni da tiempo a cegar los ojos. Se puede estar una noche entera bebiendo y fumando sin que parezca que estás haciendo algo a lo que debas entregarte, a lo que debas aplicarte con esmero. Nunca se bebe o se fuma mal, por otra parte. No es una actividad que uno ejecute con la precisión que requiere otras, con el mimo incluso con la que despacha otras. Todo el cine negro descansa sobre la hipótesis de que beber y fumar son parte del atrezo; a veces parte considerable de la trama. No hay femme fatale que haya prosperado en el imaginario popular que no tenga un cigarrillo en la boca o en la mano o que el galán de turno no le eche el humo en la cara. El humo da un juego enorme para los directores de fotografía. Pasa lo mismo con los tugurios de mala muerte. Es una expresión curiosa ésa. Siempre hay uno en donde ocultarse o en donde pensar qué se va a hacer con la vida. He aquí la catedral del cielo negro, el templo absoluto en el que se encuentran o se pierden las respuestas. Ahí está Bailey. Puedes acercarte y pedirle algo. Sam, échame una mano. Tengo dinero. Las preguntas las da la calle, que es otro escenario mítico. Las calles se reconstruyen en la memoria de quien las ha pisado. Sabe a qué huelen, qué luz las baña de noche, cómo se aman y cómo se odian. El pasado, el pasado amargo, vive en las calles. El detective Jeff Bailey bebe y fuma y tiene un pasado que no desea recordar. La memoria tiene esa virtud: uno puede malograr que triunfe un recuerdo y alentar que otro, menos doloroso, prospere, se instale en primera línea y acabe aflorando. La memoria está llena de mujeres hermosas. Jeff acaba de encontrar uno, la que le piden buscar y de la que se enamora, a sabiendas de que es falsa, de que va a conducirlo al caos y tendrá que dejar que los recuerdos malos salgan a la superficie y lo arruinen todo. O peor, acabarán con él muerto, tiroteado en una calle oscura, tendido de mala manera sobre un charco sucio de alquitrán, lluvia y sangre. Jeff es listo, el condenado; listo como para encontrar a cualquiera y cobrar su parte, pero el corazón es un cazador solitario, dijo alguien. Al corazón le pertenece el cierre de la trama. La mujer va a hacer que lo maten. O algo peor. El cine negro, el cine negro fácil, está lleno de muertes rápidas, que en nada contribuyen a la riqueza moral de la historia. Para que sea rotunda, para que se impregne adentro y no salga, debe emular las grandes pasiones shakesperianas, sin que falte el amor imposible, el desenlace trágico, la traición, la fatalidad. Yo creo que todo el cine negro es un monumento enorme a la fatalidad, esa niebla de presagios que acaban confirmándose, ese manto de inevitabilidad con la que el azar nos marca. A Ann y a Jeff no les pueden ir bien las cosas. Todo está en su contra, nada bueno les concierne. En el cine negro, en el buen cine negro, los muertos mueren siempre muy despacio, y los mejores son los que no acaban de morir del todo, los que viven para contar a los demás lo mal que lo pasaron, el dolor que sufrieron y las heridas que lo cuentan. Luego están los bares, el gesto de beber el whisky de un trago, pero repetido las veces suficientes; el humo del tabaco; los faros de los coches a lo lejos; las mujeres fatales, rubias o morenas, pero con el veneno dentro; los trajes impecables cubiertos de polvo; los ojos tristes; las camas vacías; las conversaciones shakesperianas. Porque si William Shakespeare viviera hoy, de haber vivido en el siglo XX, habría escrito el mejor cine negro, lo habría bordado. Sería el guionista de Retorno al pasado (Out of the past, Jacques Tourneur, 1947). La película tiene sentencias sublimes:
“Ojalá me alegrara de verte”
"-No quiero morir."
"Ni yo, pero me gustaría ser el último en hacerlo si llegara el caso”.
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