11.6.22

162/365 David Bowie

 


No hubo un solo David Bowie, fueron muchos, ninguno perduró mas de lo necesario, se fueron borrando para dar paso al que venía en cola. Una rémora anidaría en todos, un vestigio lúdico, una huella abierta. Las conexiones ocultas que los ensamblaban a todos forman un mapa inasequible, al que no es posible acceder sin que uno se pierda y no sepa conducirse. Ni él sabría o querría. Es más un laberinto que un mapa propiamente, aunque los dos conceptos posean una semilla común, como nos contó Borges. Bowie se cuestionó en alguna ocasión las ventajas y los inconvenientes de ser siempre el mismo Bowie y las de ir mutando a otros. Se trataba (sólo especulo) de buscar ese laberinto adrede y perderse. Bowie es una especie de personaje fantástico del mismo Borges (estoy yendo muy lejos) que no habría complacido del todo al escritor argentino, sigo especulando y ya estoy muy lejos de la verdad. La idea de que una persona real sea el personaje de otra persona real es un filón literario, a poco que se piense. Lo de Pirandello es un boceto de todo lo que puede venir después. No es que los personajes busquen un autor, sino que las personas de carne y hueso eligen otros a la que convertir en ficción. Lo bueno es que el elegido no se cosca de la mutación. Tal vez Bowie sabía que no era él en realidad, sino otra cosa, una araña de Marte, un astronauta (zurdo o no) o un barman en un tugurio de Berlin antes de que cayera el muro. Uno no sabe quién es, haya o no haya laberinto, esté o no esté perdido, pero yo soy de los que piensa (especulo de  nuevo, se me da bien) que todo es un laberinto y que nuestra condición es la de estar perdidos. 


Fue crisálida tantas veces que llegó a cuestionar si de verdad le agradaba la colección de mariposas. En todo caso, Bowie, en sus comienzos, ya era una esponja. Más alentado por la estética que por el mensaje, acudió a cualquier disciplina en la que algo atrajera su inagotable voracidad de vida. Un hombre renacentista se habría entusiasmado al percibir la voracidad plástica e intelectual de este adelantado a su tiempo. Fue un extraterrestre por ver desde afuera lo que a ras de tierra le parecía pobre o escaso. Fue un espectador avezado de la modernidad y un demiurgo nervioso del arte. Bowie fascina por inagotable. Antes de la deificación popular, Bowie fue un debilucho niño de la posguerra absolutamente desubicado. Modeló su sensibilidad con los referentes más al alcance. Nada que revista asombro alguno, por otra parte, pero su trabajo consistió en asimilar ese cúmulo de experiencias con la más absoluta vehemencia. Se aplicó tanto en ellas que las fue abandonando poco a poco, conforme (una vez sorbidas) dejaran de ser útiles. No era un coleccionista: era un vampiro. En 1971, promocionando The man who sold the world, Bowie hizo las Américas. Quiso ir solo, sin su esposa ni su manager, ambos norteamericanos. Tampoco, por cuestiones de visado, llevó a su banda. No hubo gira. El aterrizaje del hombre de las estrellas en USA fue discreto. Perseguía empaparse de blues, de jazz, de la psicodelia y de todas las sustancias tóxicas que franquearan el camino hacia la sabiduría. Cultura y subcultura, lo hetero y lo gay, eran la misma deslumbrante cosa. El aprendiz tenía el alma entera abierta. La bohemia neoyorquina con Warhol (arisco, parece) a la cabeza y la efervescencia psicotrópicq californiana eran su escenario común. Luego abrazó el glam (o lo inventó, con permiso de Marc Bolan) y hasta hizo por la música disco más de lo que cabría esperar de un ser por encima de las pistas de baile y del tumulto de las modas. Mucho del rock y del pop posterior proviene de este bautismo lisérgico y sapiencial. Quedan piezas monumentales, verdaderos hitos en la música popular. Luego fue el camaleón El Duque Blanco. Ziggy.  La araña de Marte. Ya sin interrupción. 


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