23.6.22

174/365 José María Eça de Queiroz

 




Leo a ratos historias de santos, episodios sin la sórdida y deshumanizada prosa de las novelas de Chandler, que están violentadas por desenfrenos, iras y otras fiebres del espíritu mal aconsejado, y encuentro también furia, la orgía previsible del alma enjaulada y súbitamente puesta en libertad en la literatura hagiográfica . Es una simple consecuencia cinética. Las leo con evidente distancia, conjeturando, buscando evidencias de un rango fantástico. Los santos de ahora son los superhéroes de la Marvel que engolosinan la imaginación adolescente. La Biblia, el libro de libros, vendría a ser una cosmogonia de esos superhéroes a los que se les ha concedido la facultad de obrar milagros. Leí mal la Biblia y no creo que vuelva a leerla. Mejor expresado: leí mal fragmentos de la Biblia y no creo que vuelva a leerlos. No hay razón (ninguna) para que actúe así. No niego la lectura de la Biblia por no creer en lo que cuente. Tampoco he leído en profundidad a Shakespeare. Mi amigo Antonio me dice a veces que deberíamos tener tres vidas (yo, al menos, debería tener tres vidas, dijo) para poder morirse uno a gusto, completo, íntegro. Disentí, disiento. Una vida, la que tenemos, puede valer por tres. Lo dije o lo escribí hace poco: hay días que son muchos días. Un día, uno de estos que ahora vienen o uno ya pasado, puede valer por una vida entera. Quizá no leyendo a Shakespeare (ni la Biblia) perdamos algo precioso que nos haga vivir con más intensidad esta brevedad que se nos ha concedido. Cómo saberlo. Para qué saberlo. No cuentan las cosas que no se han hecho o, dicho de otra manera, cuentan para imponerse la tarea de ir pensando en cómo abordarlas, solo por el placer de la llegada, solo por saber que hay vida para alcanzar esa meta. Está bien la vuelta a los clásicos, pero no son los mismos, no pueden ser los mismos, a pesar de que les ajustemos la etiqueta de clásicos. Yo no soy el mismo de cuando hace veinte años leí a Eça de Queiroz, no soy el mismo en modo alguno. Lo releí anoche en un dispositivo electrónico y lo degusté muchísimo. Constato a diario semejanzas, razono que poseo más afinidad que nadie con aquel que leía, en fin, a ratos, en un piso de alquiler, recién casado, vidas de vidas ajenas, santos en letra. El diccionario de milagros es delicioso. No es fantástico. No estaba en boga en el XIX ese volcado entre lo mitológico y lo surreal. Qué de cosas desconocemos. Hoy me pido tres vidas, aunque mañana me contraríe esa propiedad y me confíe a que ésta valga por las tres. 

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