Mujer con el parasol, Claude Monet
Lo malo de haber nacido Darth Vader es que luego no puedes quitarte la Estrella de la Muerte, la respiración cavernosa y los problemas paterno-filiales. Uno nace con un fondo de armario, una especie de heráldica perversa, aunque la educación modele esa herencia y haya puertas disponibles y, una vez franqueadas, podamos deshacernos del traje o de los gestos o de todo cuanto ha sido invariablemente nuestro y haya sido difundido y sea del dominio público. Por eso siempre miramos igual a Kafka. No hay manera de que le imaginemos en una playa, en plan dominguero, leyendo la prensa, bebiendo cerveza de lata y echando un ojo disimulado a las mozas concurrentes. Poe es la absenta, los callejones oscuros, las primas problemáticas y la pobreza. Un Poe extraído de su Boston e incrustado en el alegre París de los veinte es difícil de montar en la cabeza de quien lo haya leído a fondo y aprecie su decadencia y entienda que quizá sólo puede escribirse El gato negro si has bebido mucho o has trasnochado en tugurios infames. A Darth Vader le tenemos un afecto que no es posible argumentar. Supongo que los afectos no precisan justificaciones. De ahí este juego en el que la dama del parasol de Monet deja su sitio al caballero oscuro que ruge de venganza y ha sido poseído por el mal. Por otra parte, visto así, en esa actitud desenfadada y primaveral, Darth Vader no impone. Hasta da cierta pena. Todo es cuestión de atrezzo. Te quitan el casco y eres un don nadie. Se vive mejor siendo un cyborg, diría Anakin Skywalker. Se dejó corromper. El mal lo borra. Hasta que retira la máscara. Hasta que Luke lo rescata. Es todo muy griego.
Uno le tiene a Darth Vader un cariño que no ha remitido con los años, aunque hubieran existido motivos para que esa fijación sentimental quebrase y, en cierto modo, hasta fuese cancelada. El personaje ha ido deshaciéndose, calzado en obras menores de la saga de las galaxias o en abusivo merchandising, convertido en una mercancía huérfana, de la que no se sabe bien procedencia, a la que no se le puede adjudicar una épica. Será que estoy subestimando el lado oscuro o que las confesiones de un padre a un hijo no me calan como antaño. Darth Vader es en mi memoria el primer Darth Vader, el que me fascinó cuando yo tenía diez años y veía las películas (en orden real la cuatro, cinco y seis, no las otras, objetos de consumo fácil, profanaciones de las originales) en el cine de sala grande y más tarde en el VHS que un amigo alquilaba en el videoclub y veíamos enfebrecidos en su casa. Se ha ido difuminando poco a poco esto de Star Wars, hasta se ha perdido el sonido del respirador de la mascarilla del personaje (por cierto, registrada en la Oficina de Patentes y Marcas de los Estados Unidos). El otro día vi al pobre Darth Vader dando forma a un pastel de chocolate. Puede usted encontrar llaveros, edredones, camisetas, tazas de té, salvapantallas, gorras con visera, relojes, calcetines o lápices de almacenamiento. Hay alumnos míos que conocen la música, la tararean con entusiasmo y sin dificultad, pero no logran ubicarla en una historia, no han visto las películas en el debido orden, sino sólo algunas de las recientes (más infamia, más canibalismo) en 3D con una bolsa indecente de palomitas y un abrevadero de Coca-Cola. No es algo que a uno le moleste especialmente. Se ha aprendido a convivir con el mercado. Es un negocio. Se puede creer en su iconografía o repudiarla. Yo la aprecio sin discusión. Incluso hay días en que uno es particularmente receptivo a los encantos de sus objetos, pero la máquina del dinero termina por corromper la de las ilusiones. Suele pasar, pasa casi siempre.
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