Con tal de perderse uno, vale todo. Ildefonso Gracián se
había perdido de pequeño, pero dieron con él en un parque espantando palomas.
Siendo mocetón, se perdió en unas malas amistades, pero le pilló una pareja de
la Guardia Civil en un tris de desnucar un gato con un casco de cerveza
mientras, ebrios, los compadres de parranda le jaleaban. Luego le sacas los ojos
con las llaves de la moto, tío. Hombre adulto ya, responsable y obrero, cabeza
de familia, con letras, feligrés los domingos y afiliado a un sindicato, se
perdió en una hipoteca, pero su suegra lo agarró justo antes de despeñarse por
una mensualidad. Hace pocos días se extravió en uno de esos clubs de alterne
donde la microbiología se aliña con ginebra de garrafón y la ropa huele más
tarde a semen seco y a nicotina. Dio con él un cuñado crápula empeñado en
encontrar por todos los puticlubs de España la fulana del Senegal que le enseñó
todos los secretos de la carne cuando todavía no tenía ni barba. Toda la vida
así: perdido, encontrado. Espantando palomas, desnucando gatos, despeñándose en
recibos de banco, enamoriscándose en locales de comarcal con cara de haber roto
todos los platos del mundo. Ahora anda
por Sao Paulo o por Estocolmo, no se tiene idea certera. Se ha prometido no
volver a perderse para que nadie tenga que encontrarlo
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