Al principio uno se desdice sin empeño, pero con prontitud adquiere destreza y se gusta en la impostura. Cree tercamente que hay que convenir un criterio y esgrimirlo con oficio y hondura, que carecer de él nos hará más débiles y no se nos acogerá en la reunión de los que opinan. Con malicioso embeleso se afana en ocasiones el ingenio en recusar lo que no acepta y sostener esa objeción sin verdadera fe, únicamente por el disfrute de la contienda. A veces conviene imponer una distancia, no acabar por sentir lo que se manifiesta y ejercer la discrepancia desapasionadamente, exento de las trabas del corazón, que incurre en debilidades y flaquea a poco que se le pone en una situación de riesgo. En la desavenencia se está bien, hay en su cuerpo combativo un heroico apresto de épica, un convencimiento sincero de que no importan los motivos de la liza, sino su desempeño fiable, la consecución de su propósito, pero el ocupado en estas cogitaciones de su intelecto ocioso acaba por cansarse, así que recula, se retracta, accede a desandar el fatigoso camino recorrido y decide refutar su discurso, inmolarse, verse en el otro, en quien aplicó sus impugnaciones. He conocido gente (la he visto con frecuencia, la he tratado incluso) que ha practicado esta reversibilidad de su juicio con absoluta brillantez. Sabida esa veleidosa inclinación moral o estética o intelectual, se les escucha con deleite. Se asemejan a esos actores que recitan un texto sin que se aprecie otra cosa que ese texto y el concurso preciso del vehículo que lo emite. Lo de menos es atribuirles una voluntad interior, una convicción íntima. Lo que propugnan es material por completo ajeno y es esa ausencia de propiedad el valladar más férreo del que valen para enarbolar sus principios.
Se le concede a Groucho Marx la autoría de la frase «Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros». El influjo de la cita es amplio. Su ironía ha sido desatendida y se ha leído con atroz literalidad. Lo de los principios (su rigor, su estancia) es en sí mismo un principio mudable. Cabe aducir, en descargo de los que varían los suyos, que hay ocasiones en que podemos sentirnos urgidos a reconsiderar nuestras valoraciones y acoger con entusiasmo las contrarias, que de esa incuestionable vocación de permeabilidad y de retractación surgen las civilizaciones, que de los espíritus menos fanáticos emana la evolución del pensamiento y la consolidación de una convivencia armónica. Cabe hasta aplaudir que en alguien prospere el vivo reconocimiento de que ha errado y admite sin que duela la variación de su criterio. Yo mismo he mudado de parecer con frecuencia. Me acomodo bien en las novedades. Extraigo de ellas las motivaciones para arrimar a mi ánimo lo que más lo conforte o consuele. Hay, no obstante, consideraciones irrenunciables, modos de pensar o de sentir, inasequibles al desaliento, de las que no importa que no coincidan con las mayoritarias o que incluso las contravengan y exhiban alguna singularidad. Son precisamente esas las que hacen que uno medre en sí mismo, haga converger en su persona los primores de la existencia, no se sabrá cuáles habrá y si harán más daño que beneficio.
Es bueno sentirse como el habitante del maravilloso poema «De vita beata» de Jaime Gil de Biedma, confinado en su país inexistente (cito de cabeza), sin mucha hacienda y ninguna memoria, viviendo entre las ruinas de su inteligencia. De esa ruina hermosa del poeta, en algún pueblo junto al mar, como la desgraciada Annabel Lee del atormentado Poe, no hay nada en los ejecutores de esta mudanza de la opinión en estos tiempos que corren: no está el compromiso de probarse en ser otro, en asumir lo que en otro haya que difiera de lo propio. Tal vez esa facultad para apropiarse de lo ajeno revierta en la comprensión de lo distinto, se me ocurre. Al cabo, salvo que me desdiga, lo cual entra en la danza de las palabras, todo queda en un juego, en un bendito y maravilloso juego cuyo propósito es el juego mismo, no la rendición de un vencedor y un vencido. Mi espíritu es de quien lo abrace y lo haga sentir vivo. La cerrazón, esa disposición de la voluntad, es el nudo que no se deshace.
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