30.1.24

Nadar hacia el azul de los años puros

 

Declinar amablemente arias de Verdi tras una ingesta copiosa, 

convalecer en un sanatorio en los Alpes en 1920,

crear de la más absoluta nada un pétalo del tamaño de un corazón que gima,

enfermar con desparpajo tres días en los que el invierno construya un soneto de amor inmarcesible y me lo dicte en un sueño,

ocupar el pecho con laudes levemente transidos de tristeza, 

pensar tardes enteras en caballos en la nieve,

intimar con ángeles anteriores al crack del 29,

caer en un agujero donde Janis Joplin mastique libélulas,

invocar el advenimiento de los grandes poetas invisibles,

tentar el infinito en un abrazo,

envejecer sin que el tiempo nos lo recuerde,

morir cuando morir no cuente,

arder en un cuerpo, 

aprender a nombrar los primores de la luz,

blasfemar con ocho gramos de alcohol en la sangre,

manejar sólo tres o cuatro adjetivos y con ellos describir el alma,

delirar a la caída de la tarde en Babilonia,

extasiarse en una pieza de Bill Evans,

sentir algo parecido a la misericordia frente a las catedrales del mundo, 

deambular de nuevo por las calles de Praga para dar con la cara de Kafka,

recordar el día en que todo era sublime irrigación de lo fértil,

hablar con alguno de los padres de la mecánica cuántica sobre la versificación libre,

escribir vidas de santos en un motel de Wyoming,

seducir coristas de un musical sobre Schopenhauer,

acabar una novela en la que haya obispos luteranos,

perseverar en la gracia sencilla de agradecer el aire,

comprender la elocuencia de los árboles,

acariciar las rayas del tigre que vio Blake,

confiar a los músculos la intendencia del ánimo,

nadar hacia el azul de los años puros.

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