Tengo mi novela en un disco duro. Su trama fue urdida en días, pero tardé años en acabarla. La han leído tres personas, tres amigos: Pedro del Espino, Antonio Sanchez Huertas y Víctor Pérez. No consignaré aquí el aprecio que le hicieron. Serían generosos en su lectura. La llamé Mimosa mientras avanzaba. Luego Un árbol de niebla. Ahora no tiene título. Ni editor. Estos días he vuelto a leerla. Son 300 páginas. Una vida. Aquí dejo cómo arranca, aunque siga detenida.
“Salvo por lo que nos cuentan, nunca fiablemente, sabido de oídas muchas veces, mentido o tergiversado otras, no sabemos nada de cómo vinimos al mundo, si terció la fortuna a nuestro favor y la vida nos acogió con un abrazo o si ya entonces, nada más abrir los ojos y tragar la primera andanada de aire, traíamos una marca indeleble, la de la desgracia, que nunca se acaba borrando del todo, ni siquiera ahora, tantos años después, tantas cosas vividas después, aunque haya días felices, incluso largas temporadas en las que todo resplandece y cobra sentido y la fatalidad es de los demás, nunca nuestra. A poco que tengamos una brizna de voluntad, por tener un lugar desde donde empezar, uno elige un punto de partida, una frase con la que arrancar la historia, que no siempre tiene aire de novela, pero eso no es incumbencia propia, sino de quien lee o escucha. El comienzo de la mía fue la casa de campo que mis padres alquilaban todos los veranos de mi infancia y que después acabaron comprando, cuando el dueño cedió, cercado por las deudas, metido, según supe más adelante, en asuntos de faldas; esposible que fueran de niñas esas faldas y es posible que él temiera algo más que el escándalo familiar o el escarnio público, y, por cerrar las circunstancias trágicas, el recuerdode haberse ahogado en la alberca un sobrino suyo. Muertes que te curten, esa fue la primera. Hacen que todo más tarde discurra alrededor de ellas. Crecemos con la vida cosida a la muerte antes de tiempo, aunque no se vierta una lágrima casi nunca. Al menos, cuando jóvenes, en aquellos años extraños, los de los veranos en Mimosa, la fatalidad no se entretuvo en distraer nuestros juegos, aunque planeara sin descanso sobre nosotros, ni en hacernos crecer más deprisa de lo debido. Eso he pensado siempre, pero no sé si lo digo con la intención de acabar por creerlo o por inercia, como si me hubiese acostumbrado y las palabras no tuviesen el afecto de antes y hubiesen dejado atrás su significado”
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