Inge Schuster
Hay cuadros que dicen lo que no alcanza la realidad que representan. Contienen de ella la parte a la que los sentidos no dan respuesta. Los mira uno con absoluta entrega, los escruta para que se abran y nos acojan. El espectador se sabe concernido, ocupado por la evidencia de algo a lo que se le ha encomendado que no se dé enteramente y permita poseerlo. No se acaba de mirar nunca un cuadro. Ni siquiera el confiado al negro puro es asequible. Tendrá su luz, habrá en él lo que uno descubra. Su elocuencia será de una intimidad arrebatadora. Son las palabras las que cobran pujanza y extraen el significado. No se oculta adrede, no se cohíbe ni arredra: tan sólo reclama que el observador indague, dé con la polisemia, con el vacío, con la opulencia, con el fuego de adentro, con su humo fiero, con su voz que dice. Pide que se hipertrofie, que adquiera la consistencia sensorial óptima para penetrar en la hondura, en lo que bulle, para entender (como propugnaba Borges en su poema El Golem) que la rosa y el río Nilo están en la palabra rosa y en la palabra Nilo. Las sílabas cabales, prosigue el poeta, restituyen el objeto absoluto. En la negritud del cuadro que no se deja conocer están las palabras que cancelan su oscuridad física y semántica. Nada que objetar cuando quien ve cree haber visto de verdad. Él dirá lo que se le ocurra decir. Habrá contemplado lo que está vedado para quien no ha manejado las herramientas oportunas. Veo lo que anhelo ver. Arrojado a decir lo que nadie ha dicho.
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