El escarabajo ocupó una entera en cubrir la distancia que lo separaba de mi zapato. Lo vi avanzar sin desmayo. Arrastraba su tesoro fecal sin aparente fatiga. Como Sísifo con su piedra por el oscuro Hades. Él observaría mi paciencia con aprobación. Yo entretendría la mía con curiosidad. No sabría ahora decir si llegó fatigado o iba sobrado de ánimo. El escarabajo, avanzando, acercándose poco a poco a la silla del patio en donde yo estaba muy cómodamente instalado, leyendo al sol del verano, recabó mi entera atención. En esa tarde, concluí la novela. Era buena, sin ser magnífica. Monótona a ratos, súbitamente izada por pequeños giros de la historia, luctuosos algunos, trágicos al final, como pude comprobar más tarde. Suele suceder que la excelencia no es dócil. Me encantó la manera en que la trama iba desquiciándose sin desmoronarse la dignidad de los protagonistas, tan lacerados por el infortunio, tan frágiles y, paradójicamente, heroicos. Uno de ellos, uno particularmente obcecado en alcanzar su destino, conjurado a esa meta a riesgo de su propia vida, moría fortuitamente nada más conseguirla. El lector no puede llevar de la mano a los protagonistas. Pensé que ésa era la voluntad del escritor, que es un dios en lo suyo, si se piensa con detalle. Dolía que ahí muriese la novela, que no hubiese una posibilidad, por pequeña que fuese, de que otras circunstancias de la trama me sacasen de la tristeza enorme que esa muerte imprevista me había causado. Fue entonces, al cerrarse la historia definitivamente, cuando la emoción de esa pérdida irrecuperable hizo que se cayese el libro al suelo y, fatalmente, aplastara al escarabajo, reduciéndolo a una mancha en el suelo. No fue voluntad mía. Fue el azar, por pensar algo. La vida es esa mierda que arrastras, razoné a poco de dejar que el sol comenzara a devastar su abnegado cuerpecito.
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