Al loro que compré en Estambul le gustaban las literaturas germánicas medievales. Ponía unos ojos de loro entusiasmado cuando le recitaba en voz alta las gestas de Beowulf o los funerales de Héctor, el domador de caballos. Contrariamente a lo que se puede esperar de un loro, el mío no repetía con la gracia previsible las frases que yo decía. Su única evidencia de una inteligencia superior a la de otras criaturas era la de abrir los ojos con pasmosa desmesura, como agradecido por la dádiva de las palabras. Se diría que estaba allí mismo, en la batalla, blandiendo la espada, empapado de sangre enemiga. Si un día me daba por cambiar de tercio y leer en voz alta, como suelo hacer, otro género, qué sé yo, poesía romántica o cuentos policiales, mi loro expresaba su disconformidad y emitía unos ruidos tan poco soportables que tenía que mudarme a otra habitación a continuar la lectura. Tampoco aceptaba que yo cantara, cuando me da por cantar, o que yo le recitara alguna frase ocurrente con objeto de que la repitiera. Era el mío un loro de costumbres peculiares. Su predilección, la única que yo advirtiese, era la épica medieval. Bastaba observar cómo se agitaba en cuanto el episodio narraba una cruenta batalla a la vera de un río o el ajusticiamiento de algún reyezuelo caído en desgracia. Esta mañana mi loro ha muerto. Estaba en el fondo de la jaula. Tenía un sencillo corte en el cuello. Temo que se ha suicidado. No me cabe otra explicación. Se habrá contorsionado hasta que el pico haya probado la copiosa sangre. Debió tener una pesadilla, me ha dicho mi madre, que es la que lo cuidaba. A mi corto entender, debió sentirse desplazado. No son buenos tiempos para las líricas medievales. Creo que ha muerto por inadaptación a la época en que le tocó vivir. No se me ha ocurrido reemplazarlo con otro.
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