Podría pasar por flor y hasta habrá quien así lo asegure con sólo sentir su eufónico apresto sonoro. También por alguna isla de corales infinitos en algún remoto confín del Pacífico. No me han venido más significados al leerla el otro día y correr (literalmente) para buscarle una acepción fiable. Hubiese preferido que continuara meciéndose en mi cabeza su melodía botánica o cartográfica. La palabra procede de Hedoné, hija de Eros y de Psique, que dio a la filosofía el bendito hedonismo, esto es, el anhelo del placer. La anhedonia es su reverso (tenebroso, por qué no), la incapacidad de que placer alguno nos agrade. A él, al placer, no le obsequiamos con la efusión de lo sensible: se basta para enmudecer de puro gozo o brincar o embelesarse o morir (se dice popularmente) de gusto. El inventario de recursos es infinito. Da placer el primer trago de una cerveza fría o un aria de Verdi o el surrealismo de Lorca o un paisaje imprevisto que de pronto irrumpe o un cuadro de Sorolla en el mar de Levante o el amor cuando la piel se codicia y tiembla. No saber a qué se vendrá a este mundo y tener conciencia de que es el placer uno de sus más elogiables regalos. El mismo cuerpo no lo sanciona. Reclama que se le asista, implora su cuota de espasmo, reza para que no decaiga la promisión de regocijo a la que se ha ido acostumbrando y con la que ameniza la tiniebla entera de toda esa metafísica del cielo y de la vida eterna. Tal vez la traída anhedonia sea un cansancio o una rendición, un hastío o un abandono. Preámbulo o cierre de una depresión, su constatación manifiesta un malestar de orden sentimental o moral o simplemente encierra un desentenderse de uno mismo y ejercer de obrero aplicado de la rueda del mundo, es decir, ni flor como nomeolvides ni isla de corales en el azul remoto, sino clausura y apatía, muda y ciega y sorda travesía por los primores de lo real, por la elocuencia de la belleza.
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