Recuerdo no saber contar un cuento, recuerdo tener esa sensación de vacío, ese desamparo narrativo. Sabía hacer que las palabras acudieran, las palabras con las que la historia acabase rendida, expuesta como los ingredientes ofrecidos en la mesa del cocinero, pero sin arrimarlos unos a otros, conviniendo olores, prefigurando el sabor anhelado. Sabía (digo) conseguir que quien escuchara las entendiese, conociese incluso ciertos matices de la trama, los relevantes, los que hacen que sus giros no sean caprichosos y obedezcan a un plan que el lector y el escritor conocen y aplican. Creía yo que todo esto bastaba, que era suficiente para que el cuento fuese contado, pero no lo es, no se puede contar un cuento con solo narrar, con decir qué acontecimientos lo atraviesan, con qué finos hilos se teje la historia que lo mantiene firme. Hace falta el milagro de que no haya otra cosa en el mundo que el cuento. Uno, al contarlo, tiene que percibir que quien está enfrente nuestra, escuchándolo, no posee memoria ni tampoco futuro, que únicamente el presente, el presente narrativo, el nuestro, es el que posee. Una vez que el cuento finaliza, el mundo sigue girando, la violencia del pasado atrapa a quien la olvidó durante unos minutos, la vida sigue y sigue a su manera brutal o dulce, severa o jovial.
He contado los suficientes como para saber que ningún cuento, escrito por mí o cogido de otro, ha llegado a ese lugar sublime del que hablo, el lugar en donde la realidad se inmola y el mundo (insisto en eso) acaba por pararse, por renunciar a lo que fue y a lo que pueda alcanzar a ser y únicamente existe el cuento. Quien ha estado ahí, en ese vértigo y en esa fiebre, en esa felicidad de espectador privilegiado, sabe de qué hablo, pero es otra la historia que ahora me toca contar a mí, la historia del cuentista, su oficio, el afecto a las palabras y a la restitución de lo que las palabras ocultan. No hay nadie en que no desee que le cuenten una historia, nadie que no haya visto detenerse el mundo, advertir que el giro de la tierra cesa, y las nubes, allá en el alto y eterno cielo, se detienen también, quizá porque escuchen y quieran saber cómo termina el cuento. En la escuela, cuando explico, procuro que la literatura lo impregne todo. No siempre lo consigo, no están siempre a mano los ingredientes previstos. Ni siquiera conviene siempre que sea la literatura la que guíe la clase, pero cuando lo hace, en cuanto se apropia de la explicación, todo fluye de un modo soberbio, nada queda fuera, todo se integra, el mundo se para.
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