Para César, que ayer las hizo volar
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A las moscas no se les pide jamás explicaciones. Se tiende a apartarlas o, caso de que incordien en demasía, matarlas con absoluta contundencia. Mi mano lo sabe. He diezmado a conciencia su población en enormes tardes de verano. No hay (o no había) molestia mayor que su zumbido en torno nuestra. No incurro en exageraciones si declaro ahora que odio que una se pose en mi brazo o remolonee pesadamente sobre mi cabeza. No siempre nos escolta la fortuna. Hay veces en que erramos. Hace poco, seriamente contrariado, lancé un manotazo contra una de esas moscas molestísimas. Mientras el buen doctor me la enyesaba en Urgencias, una mosca se posó sobre la mano sana. Medí la consecuencias de reventarla con el yeso recién colocado, pero renuncié. Seguí, fascinado, su vuelo por la consulta. En el fondo admiraba su osadía, ese atrevimiento animal y primario. Referí al médico que fue una mosca la que me causó el percance. Le confesé mi obsesión, no escatimé empeño, me esmeré en hacerle comprender que hay ocasiones en la que manda el instinto. Le pedí que me hiciera entrar en razón. Temía (temo todavía) que en adelante no tuviera freno y una mosca o un puñado de ellas me enloquecieran. Primero sacrificas una mano, luego la otra y finalmente no te arredras cuando está un juego tu cabeza. Sinceramente conmovido por lo que le dije, el médico quiso compartir conmigo que él también sufría el mismo mal. Recuerdo que nos miramos como ni a veces se miran quienes se aman. Sentimos el alivio que no podemos encontrar en nadie. Me confesó que , en verano, cuando abundan, apenas sale. Va al trabajo, se encierra en su despacho, mantiene bien cerradas puertas y ventanas y después vuelve a casa, conecta el aire acondicionado y deja que corran las horas sin otro deseo que le acuda cuanto antes el otoño y pueda pisar las calles nuevamente. Todavía hoy pienso en su confesión. La siento mía y, al tiempo, me parece ajena. En cierto modo, le he tomado aprecio a las moscas. hacen que me discipline. Gasto las horas de ocio en casa ideando maneras de atraparlas. Me valen los botes de cristal del tomate que compro en el súper. Son ideales. Probé con botellas, pero no me entusiasmó esa altura estilizada, ese afinamiento al final. El bote de tomate es idóneo. Apenas los compro, vacío su contenido en el fregadero, los limpio con ahínco y dejo caer las moscas que afanosamente voy capturando. Al principio metía una por bote. Me fascinó que fuesen dos. Paso tardes enteras ensimismado frente a ellas. A veces creo que entro en el bote y vuelo con ellas. Les enseño mi brazo enyesado. Les cuento, aunque no se me escapa que inútilmente, la pasión que les profeso. No llega a ser un enamoramiento, no es amor lo que siento. En cierta ocasión, pensé en liberarlas, en ver qué hacían, si alguna volvía de manera voluntaria al bote. Las moscas muertas las dejo al fondo. A las demás parece que no les importa, aunque he notado que no se posan sobre ellas, las evitan, quizá piensen a su modo que el poco tiempo de vida del que disponen van a emplearlo en buscar sin descanso una salida. Ellas, las caídas en combate, serán mártires, pienso. Uno de estos días iré al médico. Le contaré lo de mis botes, le diré si quiere venir a casa y observarlos conmigo. Tal vez desista de su odio. Esta mañana he liberado a una de ellas. Abrí la tapa y esperé a que saliera. No lo hizo de inmediato, se demoró, probablemente creería que la fulminaría se abriese camino libremente. No sabemos nada sobre las moscas. Hay días en que deseo que alguien me haga entrar en razón y días en que no me interesa que nadie me disuada de mi empeño; días en que las ataco con furia, aún a riesgo de lastimarme una mano o una pierna, y días en que sólo me dedico a hacerlas entrar en mis botes y siento que la armonía me abraza y me reconcilio con el mundo y conmigo mismo. Quizá seamos legión los que amamos y odiamos a las moscas. Amor y odio juntamente, quiero decir. No vamos por ahí alardeando, declarando airadamente que en verano somos más felices porque tenemos moscas con las que entretenernos. Es posible que seamos muchos, por qué no. No sólo el médico que me enyesó el brazo y yo. No tiene sentido que seamos únicamente los dos. Se acerca el frío, temo que no pueda esperar a que prorrumpa el verano y anuncie su vértigo de moscas. Ahora me arrepiento de haber aniquilado cientos de ellas. No tienen culpa, no saben que son moscas, no tienen conciencia de su condición de insecto. Tampoco nosotros sabemos fiablemente qué somos. Si el mundo es un bote de tomate y alguien desde lejos nos observa entre el miedo y la fascinación o entre el amor y el odio. Si los reveses del destino, todas las tragedias que nos circundan, las que más atinadamente nos incumben, no serán sino manotazos de alguien, golpes que persiguen nuestro abatimiento.
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