Cómo vencer el ruido es un declaración de principios acústicos, una especie de compendio de física poética. Lo abre una cita de Juan Ramón Jiménez de la que Jesús Aparicio González aprecia la elocuencia de lo que no se impone, esa sutilidad del silencio que permite "nadar en lo insondable". Es también una rendición de momentos estelares en la construcción del universo. Tal vez sea ese propósito el más encomiable, el que al soplar el viento "hasta el ser nos conduce", el que hace prevalecer "el ojo sencillo" que, sin embargo, como un don, "descubre el misterio", lo observa con atención escrupulosa y da con los primores de la luz, con la aurora hecha canción, con la palabra que desvela el origen mismo de todas las demás, como un ciego que de pronto advirtiera la claridad en el palpar precursor de sus manos, en la música que la oscuridad revela si se apresta el oído y se esmera el corazón en acompasar su latido al de la misma sangre que lo puja y convierte en la dinamo del mundo.
Es poesía de decir mucho con mimbres humildes la de Jesús Aparicio. Atiende lo diminuto, lo magnifica. Semilla que alientan la fértil eclosión de lo inasible. Del ruido del que dice desear apartarse no habrá indicio en su cuidada poética, que se maneja con la sobria y eufónica sustancia de sus versos. El ruido consignado en el título es de una polisemia absoluta. Abarca cualquier manifestación de lo real que prescinda de la armonía y alocadamente se deje manejar por la turbio o por lo vacío o por lo feo. Son esas inconveniencias (la turbiedad, la vacuidad o la fealdad) las que el poeta decide acotar, contra lo que infatigablemente combate para que la belleza, la inteligencia o la verdad prosperen y se manifiesten. Su oficio no es más extraño que el del jardinero que poda las plantas desquiciadas por la intemperie, sancionando las flores muertas, esmerándose en los tallos limpios que se yerguen con los más enjundiosos primores de la sabia naturaleza.
Las palabras mimosamente seleccionadas son las sencillas, las motivadas por el fin al que se encaminan, el del silencio como expresión de una pureza perdida. Él se juramenta a dar con ese grial eucarístico, aunque el poemario abunde en mística y no condescienda (es frecuente esa dirección, y añado que no necesariamente reprobable) a erigirse como una especie de poética de cuño religioso. El ángel al que alimenta (maravillosa imagen) en Festín, uno de mis poemas preferidos, es la poesía misma que se despliega con esperanza como "un par virgen", con su significado, con su misterio, recabando en su masa primordial la fe, que es argamasa de cualquier propósito que favorezca "un firme crecimiento" hacia la luz. Qué meticulosa esa luz, con qué sencilla elocuencia rompe "el velo de un misterio" (Sencillo bodegón, otro poema formidable) y se encomienda a revelar la hondura de otro.
Todo en Cómo vencer al ruido desprende una honestidad vital absoluta. El hecho inevitable de que nos acabemos muriendo resulta la más clarificadora, la de más noble utilidad. Porque hay libros de los que se extrae, más que la belleza o la inteligencia, una epifanía, una especie de dádiva, el ojo sencillo que descubre el misterio, la locuacidad de lo que no precisa mayor empeño que dejar que las palabras (las de el poeta en ebria dicción de su léxico) nos hagan comprender "hasta encontrar / la herencia de una huella en la ceniza" (Despertamos).
Cómo vencer al ruido es también un memorial gozoso de la vida, de esa poética del cuidado, como él escribe, del aplazamiento de lo que la enturbia, ya que no es posible zanjarlo enteramente. La poesía es la herramienta requerida para que todo lo que nos perturba no cale en demasía, ambicioso propósito ése, por otra parte. Hay una música que trae una esperanza, vista como "un pájaro que huye / de la oscuridad" (Eterna epifanía). "El silencio nos hará libres" (Frente al espejo). La paradoja es limpia. Los libros que nos reclaman "apilados en una arrinconada / estantería y cagados de polvo" saben cómo aminorar el ruido, que es un vértigo, que es una fiebre que nos enferma con moroso paciencia, que nos daña con sibilinas (malignas) artes. Vence la memoria, triunfa el tiempo rescatado del fango del aire y del gris de la sangre. No hay libro que no hable del tiempo, pero algunos lo hacen con primores inéditos, como si nos abrieran los ojos a la luz y nos conminaran a que ambicionemos esa quietud con la que el alma se precave contra la realidad. "Para mejor caer / aprende a soltarte" (Caída libre), apostilla con vocación de aforismo. Porque es a la lluvia, de quien debemos aprender, no le importuna su vacío, su danzar loco, su terco oficio, esa costumbre de agasajar al aire con su frescor antiguo y dar a la tierra la viva comisión de su renacimiento. Así nosotros, lectores de barro. Así nuestra fe en el silencio, en el milagro de su misterioso. La semilla alcanzará "el renombre de flor / en un mundo que gire más despacio." (Más allá). Mientras, en la espera, en la inminencia de ese advenimiento anhelado, caemos en la cuenta de que la sed nos hace humanos y damos al agua la consideración de lo divino. Y "hambre / de decir y cantar / cómo crepita esa leña innombrable / que arde en nuestro interior". Es de eso de lo que Jesús Aparicio nos habla: del fuego de un asombro, de la posibilidad de dejarnos arder antes de que las llamas nos abracen y el corazón se rinda.
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