Creo en la bondad de la gente. De un modo a veces rutinario, sin acusar los desaires de algunos, sin caer en la cuenta de todos los atropellos que uno aprecia en carne propia o ajena, creo que somos buenos. Parto de esa generosidad y me la aplico en lo que puedo. Quizá el mal esté en la indolencia, en la costumbre de contemplar la realidad como ficción, en el hecho de habernos hecho a que lo natural y lo previsible sea el mal; que el bien, cuando triunfa, escandalice incluso y cree esa especie de extrañeza al sentirnos de pronto conmovidos, urgidos por la ternura, temerariamente impelidos a razonarla. Porque el bien no debería escrutarse. No tiene la bondad predicamento. Se la concibe como una debilidad. De bueno que eres, eres tonto, se escucha decir. Mi abuela solía decirme eso cuando pequeño. Se me ha quedado la frase. Ha vencido el rigor del olvido y acude con presteza a poco que se descuide el proceder recto, toda esa normativa feliz de la que uno se vale para convivir con los demás y no causar más daño del preciso. Porque algún daño haremos y hay también daño que se nos hace. Quién podrá gobernar esas inconveniencias, ese desatender la irrupción gloriosa de la bondad, tan necesitada ella, tan firme en deshacer entuertos, en desalentar mezquindades. El refranero no ayuda. Está comido de reticencias a que lo bueno que tengas emerja. El tirón del mal tiene una narrativa más dúctil, se crece más, da de sí con mayor hechizo. La felicidad se procura haciendo el bien, eso es de Aristóteles. También que uno no es bueno, sino que adquiere la bondad con los actos. Tal vez no sea éstos los tiempos más idóneos para que los sabios griegos ocupen con sus ocurrencias las camisetas de la juventud. No sé tampoco si antaño esa aforística de la bondad tuvo su público y su desempeño fue fructífero, si alguna vez al tonto no se le asignaba la bondad por su condición de tonto. Con todo, se prefiere ese pasar por tonto a veces, no dar importancia a que por tonto se nos tenga. Se conforma uno al ver que el escrutinio de ellos llenará plazas enteras y que, entre la multitud, se pasa desapercibido. Discutir con un tonto es conceder que acabarás perdiendo, pues el tonto creerá tozudamente en su victoria, aunque la evidencia lo contradiga. Resultará que no le anima otra voluntad que la de salirse con la suya, la de hacer que prevalezca su opinión, asunto que no es única propiedad de los de su rango y acaba por pertenecernos a todos. El gremio de los buenos del mundo incluye bobos, necios, pazguatos, burros, estúpidos, achaflanados, lelos, memos, cortos, idiotas, mentecatos, merluzos o simples. La nomenclatura de sinónimos es mayor que la que pueda encontrarse si se busca vocablos que suplan al de listos. Al final, el mismo lenguaje es el que hace que pensemos como lo hacemos. Las palabras buscan su sitio, se enhebran a otras hasta que surge una frase. Tontos ilustres hubo y hasta gobernaron imperios. David Lynch dijo que no entendía por qué la gente espera que el arte tenga sentido, cuando la propia vida no lo tiene. Ese debe ser el problema: el sentido, ese vicio antiguo de querer comprenderlo todo.
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