En la condición de la nieve está el mismo aliento del aire. En su fría residencia, la llama que lo anula. También nosotros somos de nieve. Un fuego lento o un frío viento nos aquieta y adormece hasta que la luz palidece y el alma se difumina. Uno escribe las mismas palabras una y otra vez. Están en la cabeza, aunque no se pida que acudan. Ellas se las componen para irrumpir y dejar constancia de algo que debe decirse y no guardarse, a la espera de quién sabe que acontecimiento que lo ice y enseñoree. Pero también el fuego las descompone. El fuego es el olvido. Va emergiendo una impresión antigua, de la que no se tenía conciencia, la de que escribimos el mismo texto, aunque jamás se repita. Hoy hace trece años que nevó en mi pueblo, en Lucena, donde ya no vivo. La Plaza Nueva era un poco checa y el patio al que daba mi habitación pedía un villancico o unos cuantos niños que ganaran la mañana arrojándose bolas de nieve. Hay niños que nunca ha tenido una bola de nieve en las manos. Nos viene a veces esa tristeza de que un niño nunca haya visto el mar, pero el mar está cerca. La nieve es otra cosa, parece algo metafísico, una especie de dádiva, un milagro que nos hace creer en lo que no creemos nunca.
28.2.24
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