Al aforismo se le atribuye a veces un cierto empaque de cosa escrita. Como de cincel que atravesara el duro mármol y consignara en él la entera restitución de la opulencia de un pensamiento. No debería fijarse esa idea. Lo que importa del aforismo es su condición de cosa dicha. Como de pétalo o de nube que se miran y se encontrasen en ellos la repentina restitución de un milagro o la firme (también frágil) evidencia de un súbito temblor, algo que cunde adentro y caprichosamente (a saber qué lo hará emerger de nuevo) sale a flote y permanece. Los aforismos de Emilio López Medina son de emerger o de aflorar o de cualquier otra iniciativa verbal que recoja la idea de que tienen vida propia o de que somos nosotros, los lectores, los que los hacemos incurrir en la costumbre de que nos acompañen y ocupen nuestra inquietud cuando la lectura ha finalizado. Muchos de los recogidos en este volumen han ido yendo y viniendo por mi memoria, no sabiendo en ningún momento transcribirlos nuevamente en palabras, pero teniendo de ellos un absoluto dominio de lo que decían. Es ésa la virtud más notoria, la de invitarnos a que el libro no acabe.
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Es libro de diálogos, de pura y limpia (y también honda y dolorosa en tramos ) conversación entre quien escribe y quien lee, que son uno extensión del otro y se comprenden con placentera (y honda, pura, limpia y dolorosa) quietud. Dan una serenidad no esperada esta rendición de aforismos. Imagino que no será la misma lectura la acometida por quien esté entrado en años (permitidme ese recurso amable) que la de quien acabe de iniciarse en ellos. En cualquier caso, cualquiera de ellos puede sentirse joven o viejo. Parecieran en ocasiones consejos al desavisado o guiños al curtido: "La arqueología de nuestra memoria nos descubre un mundo inmenso, intenso y mucho más rico, a costa de inmediato y su (corta) memoria". Todas las edades por las que pasamos contienen un punto de incertidumbre, sostiene en uno de los aforismos que más me gustan, pero la sabiduría de quienes las recorren es saberlas únicas. Sólo hay que hallar "las fuentes que pueden llenar su vaciedad".
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Luego serás mejor que joven es un breviario sobre la velocidad o sobre la didáctica de su desempeño, un prontuario (noventa y nueve entregas) sobre la actitud ante la embestida del tiempo: "un dejar hacer y un dejar de hacer".
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Conmueve la manera en que los sentimientos más profundos eluden un lenguaje depurado, poético adrede. "Las células del cuerpo, cuando envejecen, empiezan a segregar... iba a decir mala leche, pero no: empiezan a segregar sentimientos por todos los poros del cuerpo". He aquí al anciano que vive de las emociones de su partida y de todas las que ha ido guardando desde su ingreso en lo que quiera que sea la vida. Habla del vértigo y de la decadencia del tiempo. Es la supervivencia la que edifica la vejez, no el entusiasmo que construye la juventud, pero "hasta los tontos se ponen viejos". Da igual qué haga uno con esa vida. Cualquier desvelo es baldío. Al final esa tabula rasa que siempre se nos vendió con la idea de la muerte también se esmera en sus manejos antes de que el final haga su oficio y a todos se nos conmine (quién hará esa solicitud) a que paremos.
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Es un libro sobre el cómputo de los días. Los días precisan su obediencia, la observancia de su discurso, la anuencia de su herida. No hay brújula que asegure el fiable norte, ni timón que sortee los escollos. En la travesía, cuando se echa la mirada al trazo que marcamos en el agua, tampoco se dispone de una carta de navegación en la que dar con las instrucciones de cabotaje y trasegar los puntos de costa, pero qué delicia el paisaje desde cubierta, con qué fortaleza plantamos el pie en tierra firme cuando el navío atraca. Así la vida nos tiene entretenidos con las incidencias del viaje hasta que su azaroso capricho nos vara en la orilla. Va de vino que embriaga en la juventud y pan que amarga en la vejez, del no saber al no querer saber o de involucrarse en todo a desentenderse hasta a veces de uno mismo.
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Emilio López Medina construye un edificio en el que cobijarse cuando arrecie el frío o el sol nos haga buscar la porción de sombra. Escribir aforismos sobre la vejez es hacer balance de todo lo que concierne al alma, lo cual es empeño ambicioso. De la vida distrae la vida misma. Todo lo que está bien a mano termina por desvanecerse, retirando su confianza en nuestra intendencia en el manejo de asuntos tan hondos. Se desatiende lo más relevante ("el amor, la belleza y la salud") para que irrumpa "la edad, la enfermedad, la fealdad y el deterioro", que es "el verdadero eje del mal" en una hipotética (y siempre necesaria) rendición de coordenadas.
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La maquinaria de las horas nos precave contra lo sórdido y desoímos la admonición del augur que todos llevamos dentro, tan atento y tan esquivo, únicamente elocuente cuando el mal acucia o la tristeza, que es una vejez anticipada, nos abate inconsolablemente. Se conforma el ánimo con que no se le moleste en demasía, apenas sombra de todo el sol que con afán amasamos cuando todo era luz y el tiempo estaba de nuestra parte, pero el joven no está instruido en las artes de la decadencia, no son incumbencia suya, no dicen nada que él precise comprender.
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La trayectoria de un anhelo propicia el decaimiento de su propósito. El hoy duele porque contiene el ilusorio mañana. El ayer es baladí porque la memoria es un juguete del que no se nos contó cómo manejar. El niño tiene "temor a lo desconocido"; el viejo, "temor a lo conocido". El joven "exige cuentas a la vida". Tanto cree que le debe que no cae en otra cuenta: la de que es él quien debe hacer un abono, cifrado en la gratitud por el tiempo que se le ha concedido.
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Cómo llegar uno a viejo con la alegría intacta, sin dar crédito a que algún día acabaremos por morirnos. No debería tenerse noticia alguna de que cada día que pase es un día menos en el invisible cómputo de todos los días con los que fuimos marcados en el día primerizo de abrir los ojos y tragar la andanada inicial de aire.
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Hay días de una prometedora ilusión de perdurabilidad. No hay nada en ellos que precipite la idea de que cederán al hundimiento progresivo y a la conclusión inaplazable. Luce el sol con majestuosa bondad, fluye el agua en los cauces con lozana acrobacia, cómo entender entonces la inminencia de un declive, la certeza de que ese festín concluya.
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"Vivir es un vicio", pero la mala prensa que tienen los vicios hace que no sepamos manejarlo y todo sea pudor y prudencia, respeto y sensatez. Y qué pena no entregarse a él en loca danza, en ciego ardor.
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"La vida es la vida pasada". Somos lo que perdimos, es nuestra esa voluntad de que nada de lo que nos abandonó se haya desvanecido del todo. En conjunto, la vida es la presunción de que somos eternos y de que tan sólo al final de su plazo advertimos el engaño con el que nos fuimos entreteniendo mientras la vida, ajena, sucedía.
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Creo que fue Joan Margarit el que escribió que ser viejo es una especie de posguerra, pero se sabe que no habrá armisticio y que la paz la verán otros, no quien trasiega en la batalla.
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Todo llega tarde, se queja el autor. Todo lo que llega tarde no cuenta, podría añadir. Tal vez esa tardanza sea inevitable y la sabiduría de la vejez sólo irrumpa en la vejez y la ignorancia de la juventud sea cosa de la juventud, sin que puedan intercambiarse, ni suceder de ninguna otra forma, por más que se haga propósito de que el viejo ignore o el joven sepa.
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"Éramos jóvenes y no podíamos adivinar lo que significaríamos los unos para los otros a lo largo de la vida. Ahora, tarde, sí lo sé". La enseñanza irrumpe cuando no hay provecho. Es inevitablemente al final cuando se nos ofrece con inquebrantable claridad lo que nunca acudió al ser reclamado, lo que nos ignoró, lo que nos dejó ir sin avituallarnos de víveres para el alma quebradiza de la vejez.
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Al tiempo se le atribuye virtudes que no posee. No hay nada que nos excluya de vivirlo como si verdaderamente fuese una dádiva sin conclusión, pero nos atormentamos con la tenebrosa idea de que es una visita, no una residencia, nuestro trasegar por sus días. "Antes era un hombre a la espera de un entusiasmo. Ahora soy un hombre a la espera (miedosa) de cualquier acontecimiento".
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La vida era ir acumulando recuerdos, pero con obstinada frecuencia la memoria se escabulle cuando más falta hace y no tenemos con qué amenizar las tardes enormes en que no nos tenemos más que a nosotros mismos.
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El viejo codicia tener únicamente un año menos, tal que la madre del autor, que solicitaba una rebaja minúscula para esperanzarse en la generosidad del futuro.
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Los días buenos, los días malos, los días animados, los días tristes, pero todos peores, todos peligrosos. Así la vejez es una franquicia del desánimo, pero basta ambicionar la irrupción de un día más para que el pesimismo no haga caja con nuestras ilusiones.
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"Finalmente la verdadera vejez es un proceso de aceptación de la muerte. Puede comenzar a cualquier edad". Quién no ha visto gente muerta en vida, muertos pletóricos de ella.
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Tal vez ir uno envejeciendo es tener una constancia más contundente del dolor del envejecimiento. Un dolor físico, un dolor pensado también. No se nos ha enseñado a soportar el dolor. Cada cual lo asume a su manera, pero más que carecer de una pedagogía de la muerte, lo que desearíamos es que se nos instruya sobre los avatares del dolor y poder aminorar su saña o, más felizmente, poder ignorarla.
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"Siempre he sido un mal negociante con la vida". Ocurre que cuando se tiene propiedad de ella, magisterio en su oficio, experiencia a espuertas, sabiduría como para venderla a granel, llega la muerte y nos agua la fiesta. Lo que es López Medina es un excelente negociante con la palabra, con lo que va dando para que nombremos lo que importa. Este librito clarificador importa. No sólo eso.
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