4.2.24

Cien fantasmas

 





                                Many times, Juan Muñoz, 1999



La ideología

En Many times hay una ideología, un modo de ofrecer una visión del mundo. En este caso, el mundo ofrecido es fantasmagórico, es patético. Los personajes que lo pueblan están ciegos, no tienen pies, visten uniformados y sonríen como si la vida, a su paso, los regara de dones y de dádivas. El mundo, el real, el que nos rodea, no difiere en exceso de éste aquí representado. Su cualidad de fantasma proviene en parte por el hecho de que lo pueblen criaturas demasiado parecidas a las del espacio de esta instalación artística. Esta idea bulle al momento de concentrar la atención. Da igual dónde mires. Imagino que la sensación de vértigo, de estar moviéndote por un trayecto ya conocido, abruma de un modo más vigoroso si visitas la exposición en lugar de contemplar (como aquí) instantáneas o vídeos. No hay ficción: lo que ocupa todo es una duplicación de lo real. El objeto artístico, sin expresarlo de un modo fiable, nos llama, requiere una mirada. El problema en esto del arte siempre ha sido la falta de educación de la mirada. No sabemos ver un cuadro igual que tampoco sabemos ver una película o leer un libro a pesar de que mucho de lo que hacemos, incluso no sabiendo, nos conforte e incluso nos restituya un placer inmediato. Muñoz no da placer en ese sentido: el tipo de júbilo que proporciona Many times es de otra índole, creo. Lo que da sin pudor es una teatralidad, un discurso narrativo en donde los personajes establecen un diálogo que debe ser escuchado. Y es precisamente el diálogo íntimo, lo que no escuchamos por los sentidos, lo que subyace y provee de verdad a la representación plástica de ese relato que privilegia cierta sensibilidad extrema, una sin la cual no es posible indagar, ahondar, aprovisionarse de todos los significados ocultos en la obra. Supongo que nada diferente a lo que sucede cuando un observador (curtido o no) se planta delante de un cuadro de Pollock o de Bacon, de una película de Tarkovski (hace pocos días vi de nuevo Stalker) o de Bergman o escucha una pieza de Coltrane o de Cage.


La soledad

Las cien figuras de Many times podrían ser dos y el efecto no diferiría en demasía. Expresan la misma contundente soledad dos personas que se cruzan y ríen como lo hacen éstos que un universo poblado por millones de seres que se cruzan y ríen así. Los objetos de Muñoz son mercancías, productos exhibidos como maniquíes sofisticados. En esa perplejidad en la que se embosca la instalación de Muñoz es en donde Many times adquiere el rango de obra de arte. No hay un solo modo de abordarla. De anoche a hoy he mudado algunas veces de opinión. Ayer, cuando la vi de nuevo, la primera vez fue hace años, sentí un cómoda sensación de integración. Ahora, por la tarde, mientras escribo esto, aprecio una descolocación, un extrañamiento, cierto desplazamiento en el interés que me produce. Estoy más aturdido, podríamos decir. Y en ese aturdimiento en donde de verdad encuentro más significados. Perturbado, en arte, en la vida en general, se vive mejor. Muñoz es un perturbador absoluto. Crea una realidad misteriosa, una en la que se entra con pasmosa facilidad pero de la que no es tan fácil salir. En este aspecto, en sus texturas, en sus figuras totémicas, obligado a manifestar su creatividad en el espacio escénico de la escultura, de las instalaciones complejas o sencillas que ocupan las galerías y los museos, Muñoz es un narrador. Cualquier disciplina artística es una narración. Su herramienta primordial no es semántica, pero ofrece un texto. El de Many times es ahora uno apocalíptico. Lo que yo ahora entiendo es que estas criaturas, vaciadas de sentido, sonriendo estúpidamente, multiplicadas con absurdo empeño, iguales en todo, diferentes en todo, que deambulan sin propósito, están a punto de desaparecer, de ser aniquiladas por alguna devastación global, una de la que no se salve ni el propio espectador. Quizá se ríen de eso. Admito que es una lectura excesiva. Nada que no esté ahí alojado, embutido en las ropas grises, confiscado a la realidad y encofrado en esos ojos que no ven, en esas risas mudas, en toda la belleza convulsa que ofrece. Es el extrañamiento de lo real, lo tangible de lo extraño.

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