20.2.24

La inminencia del humo


En los ojos del caballo está la tormenta que sacudió el cielo de las primeras montañas. En el vientre del fuego está el asombro del hombre. En el sueño de una virgen están los nombres de todos sus hijos. En el semen de un dios están la fiebre y el vértigo de todas las criaturas. En un bazar secreto de un pueblo inaccesible, en una de las laderas de la cima más alta del cosmos, está el nombre exacto de Dios, pero es un pueblo de ciegos y la palabra dios está prohibida. En la panza de una ballena está la mecánica celeste y los salmos del mar. En la palma de la mano del hombre más pobre del mundo está el oro de las palabras y el oro de los besos. En el aleteo de las mariposas de los bancales está el mapa del tiempo y el hondo dibujo de la luz pura. En la memoria del poeta está la lluvia que azotó los patios de la antigüedad. En el corazón de la lluvia está la música de las estrellas.  En las alas de un pájaro está el secreto del viento. En el pétalo de una flor está la urdimbre del alma de quien la observa, pero el poeta está por hacer, es siempre un arder sin decir todavía. Como una palabra a la que no le ha surgido el fuego en un costado. Un árbol comido por la sed que dispone ese gesto con el que el ajusticiado implora que la soga festeje su condición de soga.  De un poema sólo disponemos del humo que con precipitado rubor anhela confundirse con el aire. De las palabras tenemos aun menos: un eco mordido por un eco, un rumor sin sustancia, la evanescencia de lo que nombran, toda esa sencilla conmoción de quien mira a los ojos a la muerte y se distrae en el negror de su mirada. El poeta es el fuego y es el humo, el agua y la sed, el reo y el verdugo. Del poeta no se tiene nada. Pareciera que el poema irrumpe a medida que se lee, prosperando con lentitud desde la palabra con la que se abre, a la manera en que un pétalo es la flor entera y una mano que coge con amor otra mano es todo el amor. Todo está en el fuego invisible, todo es inminencia de un humo.

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