Esta mañana bien temprano he terminado el ultimo de los volúmenes de A ratos perdidos, los diarios de Rafael Chirbes. Han sido unos meses felices de ir y venir por sus anotaciones disconexas, como de brochazos y de confidencias que no siempre dan algo del interior del escritor, sino de alguien interpuesto para ocuparse de los textos. También así mi lectura. Hubo varios lectores en ella. Cada uno adherido a la suerte de ánimo que me ocupara al acometer (a trozos, jamas muy de seguido) su larga lectura. Él lo hubiera agradecido. Los diarios requieren un procedimiento lector distinto a cualquier otro género, tal vez inclinado a su manejo el de los aforismos. Un doce de junio escribe que “la borrachera de aromas de jazmín, de galán de noche, está floración por todas partes, la desmesura de la vida a mi alrededor y yo en el pozo, con dificultad para respirar, con las lágrimas a punto de escapárseme de los ojos, con esa sensación de soledad, de abandono, sin nada que hacer, paralizado por el dolor, un dolor sin finalidad que no es nada más que condensación de un fracaso propio”. Chirbes es un poeta de registro involuntario o un novelista que no pretende que las herramientas del poeta lo guíen en la escritura. Hay un bosque al que la niebla confunde con un páramo. Chirbes se da bruces con los árboles. Poco después de escribir las últimas páginas, Chirbes muere. Su honestidad ocupa esas líneas póstumas. Dejemos algo en manos del azar, confiesa. Lo que sea y cuando sea, con tal de que no sea desagradable. Es digna su literatura terminal, qué expresión más dolorosa. No hay patetismo. Tampoco se preocupa por dar a lo escrito alguna floritura estilística a la que recurrió cuando la vida era bosque, era fértil fronda. Es admirable que su oficio de escritor le acompañe hasta el final. Recuerda libros a los que hace veinte años que no vuelve. Recuerda su ilusión adolescente en ser poeta. No dejó de serlo. Incluso cuando no tenia conciencia de que su prosa alentara la presencia de algo parecido a una poética. La novela era la herramienta idónea para contarse el mundo. En ninguna suya la muerte fue tan sencilla de comprender como en la propia novela, la de su vida. Las casi novecientas páginas de estos diarios son una celebración de la alegría de vivir, aunque en ese festejo continuo haya niebla y duela que la claridad no dure más de lo que suele. Porque a él le sobrecogía la permanencia de la oscuridad. Lo devastaba a veces. Por sensible, por estar tan alerta y querer saber tanto. Lo laceraba la certidumbre de saberse enfermo. Por eso escribe sin corregir. Por no pulir lo que debía ser rendición limpia de un estado de ánimo, aunque haya algún indicio de que ciertas entradas del diario pudieran haber sido repasadas, hechas más literatura. Es de una sinceridad que agota al lector. Se lee con un pellizco en el corazón, me contó un amigo que lo leyó y lo padeció. Pero es un diario que celebra la luz, aunque la escolte la tiniebla. De ella hace balance Chirbes: era un depresivo, un solitario, jn lector obsesivo, letraherido de verdad, convencido de que se puede vivir en los libros y escuchar la voz de Proust o la de Quevedo o la de Balzac cuando se echa la noche.
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