Creo que así me ven las moscas. A veces debería uno confiar en ellas, en cómo advierten nuestra presencia y la registran. Lo que es seguro es que no somos como el espejo nos devuelve. Es otra cosa la que los sentidos nos restituyen, pero no la realidad. Quizá no sea posible aprehenderla de una manera rigurosa. No habrá criatura que nos vea como creemos ser vistos. Ni siquiera aquéllos con los que compartimos un mismo mapa genético. De hecho no se nos ha permitido observarnos desde afuera, salvo que uno domine la experiencia astral y vuele de su centro a la periferia y en el aleteo pueda contemplarse. Somos lo que nos dicen. A veces conocemos mejor a los que tenemos cerca que a nosotros mismos. De los demás sabemos el significado de gestos que nunca reparamos que podamos tener y desplegar. De ellos apreciamos maneras de inclinarse sobre los objetos o de mirar que no consideramos jamás en lo más íntimo nuestro. Y lo fascinante es precisamente todo esto: esa incertidumbre, esa zozobra. La aventura de vivir precisa de estas fragilidades. Solo nos interesa lo que asombra y qué mejor objeto de estupor que uno mismo. Como si se nos hubiese encomendado irnos conociendo y supiéramos que no habrá vida lo suficientemente larga como para acometer con solvencia esa azarosa empresa. Porque es el azar el que lo administra todo. El azar, su mecánica absurda. El azar con su resto de estallido y de fuego, con su gesto de pájaro en una rama antes de acometer el vuelo. Sospecho que algo queda fuera de su gobierno, el del ave, el del azar, el de uno en su adentro boscoso y perecedero, aunque perdure la impresión de que las moscas nos observan con perplejidad o que, en su breve existencia, conocen lo que la nuestra, tan dilatada a veces, no alcanzamos.
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