1.3.22

60/365 El Gordo de Minnesota y Eddie el Relámpago

 




Tal vez haber sido boxeador hizo que Robert Rossen fuese un director de cine con madera de pugilista fracasado: movía la cámara como si alojase un derechazo en el aire y trataba de noquear al rival con un buen directo a la tripa. También fue comunista. Así que tenemos un ex-boxeador y un comunista que desentonaba en el Hollywood del glamour, de Cole Porter y de los trajes de fiesta en salones alfombrados de swing y de champán. Luego fue llamado por la 
HUAC, el Comité de Actividades Antiamericanas. Un director conjurado a retratar mundos subterráneos, júbilos marginales y vidas embocadas al desastre tenía que ser un tipo peligroso. Además En cuerpo y alma y El político no eran especialmente dulces: las dos vienen a contar que el mundo es, por naturaleza, trágico y que conforme uno escalafona en la toma de responsabilidades en él más va abandonando la ética y más se escora a la corrupción y al desasimiento de los nobles ideales que marcaron su idilio con el futuro y con todo lo bueno y bonito que tiene la vida. Rossen bajaba al ring o a los despachos comidos de nicotina y de mobiliario deprimente de los partidos políticos para escriturar su decepción. Los palos que nos llevamos en la vida no se escriben: se escrituran. Se llama a un notario que dé fe de nuestra desolación y se guarda el testimonio en una caja de caudales para que alguien, treinta años después, compruebe lo encabronados que estuvimos o lo poco felices que fueron nuestros días en la tierra. Rossen filmaba con mala leche para que las generaciones venideras asistieran, impávidas, entre la tristeza y la admiración, a su guignol gris, a su estampa costumbrista de la América profunda ésa de la que hablan todos los directores americanos en algún momento de su filmografía. La de Rossen es una América de boxeadores y jugadores de billar, de políticos con grandes bolsillos y ética desmontable, de perdedores que levantan la barbilla y se burlan de la adversidad cuando los echa abajo.


El compromiso político le hizo dejar los Estados Unidos, una vez que se negara a dar los nombres de los compañeros de juergas ideológicas. No habló de John Garfield, con el que le unía el calzón corto y los guantes y también la arena de las palabras, ese farragoso terreno en el que los que detentan el poder no quieren entrar por temor de perderlo. El político pierde la inocencia en su recorrido laboral: Starks, un estupendo Broderick Crawford, termina corrompido, desencantado, hospedado en el mismo cuartel de vicios y de pecados que él mismo criticaba a pie de un carromato, carente de la oratoria con la que engañará en el futuro pero investido de sinceridad y de poder de convocatoria. McCarthy le hizo las maletas. Grabó en Italia, España, México y hasta las islas Barbados. El regreso a su país (1.961) fue apoteósico. Volvió a hurgar en las mismas heridas. El buscavidas es una obra maestra absoluta. Una de las mejores películas de la Historia del Cine. Sin paliativos. ¿Qué hay dentro de esta película? Honor quizá. Vida a secas. El campo de batalla de antaño metamorfoseado en un simulacro moderno.


Los bajos fondos huelen a cerveza caliente, a humo rancio de tabaco negro y a sudor. Añada el curioso lector un mesa de billar y una potente luz que la ilumine, un nutrido grupo de hombres vocacionalmente ociosos y tal vez una música de jazz de atrezo y ya tenemos el marco perfecto para una película de cine negro. Si ponemos un vaso de cristal fino de boca ancha bien relleno de algún buen whisky de malta pues entonces la escena es sencillamente perfecta. La dama que hace tiempo que dejó de serlo, escote generoso, falda estrecha, uñas pintadas y muy largas, merodea la partida y espera que su galán le dedique una mirada, una bocanada de humo o un guiño cómplice. La vida, en ocasiones, precisa miradas, bocanadas de humo, guiños cómplices si uno ha perdido en el camino la estima y la esperanza de que algo bueno pueda sucederle. La mesa de billar, como la arena del circo, como el ring, como las barras de los bares, es la quintaesencia de esos bajos fondos.


Hay que ver a Jackie Gleason, el gordo de Minnessota, moverse alrededor de la mesa con su cuerpo asombroso, una mole, juguetear con el palo y parecer, en todo momento, que va a derrumbarse o que el corazón va a reventarle es asistir a una clase magistral de cómo mover una cámara y cómo hacer cine. Punto. Minnessota Fats no es sólo el nombre de un personaje: es también la marca de un famoso y reputado palo de billar. También hay en Madrid, me contó un amigo, un club de billar con el nombre rimbombante y mitológico de Eddie Felson.


El buscavidas no es únicamente el personaje mítico de Eddie Felson, El rápido, El Relámpago, un perdedor, un antihéroe antológico. Es la historia de la búsqueda de la pureza, de la perfección. Da igual que Rossen ponga el énfasis en el ring o en la mesa de billar: el instinto es el mismo, la voz es la misma. Se trata de hombres amorales o de una moralidad de contención, pintada del color del dinero o de la épica de la supervivencia. Pícaros, tahúres, enfermos de amor, desencantados, villanos domésticos, pardillos y buscavidas sin alma: la abigarrada fauna que Rossen emplea en ese teatro gris que es la mesa del billar, territorio mítico y metáfora soberbia de la vida. El tahúr está enamorado de su manga.


Personajes secundarios absolutamente imprescindibles: el "toro salvaje" Jack LaMotta, que hace de barman; George C. Scott, como esa especie de proxeneta del taco, un diablo seductor que conduce a Felson al agujero más oscuro, al más terrible; Piper Laurie como la autodestructiva dama enamorada del perdedor Felson...Jackie Gleason nunca estuvo mejor. Piper Laurie lo borda. Paul Newman (qué riesgo escribir esto) hace el mejor papel de su vida.  


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