En
una entrevista que leí recientemente, dice Muñoz Molina de la poesía
que es el único instrumento del escritor para depurar su escritura. En
eso de la depuración, en el limar, en el desprender el texto de las
asperezas que lo engordan y lo perjudican, no tengo yo prontuario al que
acogerme. Escribo a brochazos. No corrijo casi nunca, hago mal con dejar que el lenguaje fluya de mi cabeza a la hoja o al editor del blog y no poseo la
paciencia y el deseo de quitar o de añadir, asunto ése de las añadiduras y las tachaduras que afortunadamente va incorporándose a mis costumbres. Sé que está mal, pero no
tengo (no deseaba tener, al menos) otro método. Es el mío, al fin y al
cabo. Escribo, releo mientras escribo, en la misma línea en la que
estoy, y después paso página, nunca mejor dicho. Importan las ganas de
escribir, la voluntad firme (no quebradiza, sino antojadiza) de crear.
Tengo una especie de vértigo creativo que me empuja a escribir y me
busco un rincón en donde verter (en realidad es un depósito la
escritura) lo que me ha llegado en prenda, el material sensible que el
azar o la suma de muchos azares ha confiado a mi voluntad. Se admira al
poeta por liquidar esa propensión al exceso, al relleno sin propósito. Querré ser un Galdós, en fin. Vuelvo a lo de las novelas y la poesía: no sé si hay novelas escritas con intención poética. Imagino de qué
pecan, sospecho de las razones por las que el lector de novela rehúye
del lenguaje demasiado lírico. Pero también veo como iguales a los que
echan en falta licencias por lo común atribuidas a la poesía, lectores
involucrados en descerrajar la rutina de la trama con instrumentos
metafóricos, con voluntad poética, echando mano de la pura esencia de la
lengua. Se trata de contar una historia, pero no estaría de más que la
historia emanase poesía. Otro asunto que tampoco domino es cómo novelar
la poesía. Cómo hacerla trama. Lo difícil, quizá lo imposible, sea hacer
que la poesía sea esa ficción pura confiada a la novela para explicar
lo real. El genuino fin de la creación poética no es el narrativo:
prefiere la concisión, el indagar en los símbolos, la búsqueda de un
territorio semánticamente limpio, tal vez la muy alta empresa de indagar
en el origen de lo que somos. En ese sentido, qué feliz soy por haber entrado (con modestia y con entusiasmo) en esa cofradía de amantes del aforismo. Qué placer ir hacia adelante y hacia atrás, mirar antes de que se deposite la mirada, concebir con antelación a que se conciba algo, dejarse llevar y, al tiempo, no permitir que ningún acceso nos eleve muy arriba o nos arrastre muy lejos. Todo está emboscado en el
lenguaje, registrado en las palabras. Ninguna religión ha omitido esto.
Todas, cada a su modo, han aprovechado la palabra para su difusión. Las
que no lo han hecho con eficacia han fracasado.
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