Abortó en julio y se suicidó en agosto. Fueron 47 pastillas de Nembutal. También fueron los Kennedy. Uno de ellos le prometió matrimonio; el otro, amor eterno. A John Fitzgerald le cantó en mayo de ese 1962 "Happy Birthday, Mr. President" con voz arrastrada y lúbrica. Hoover, el ambiguo emperador de los espías, pensaba que la actriz tenía tratos con comunistas mientras se acostaba con los hermanos. A su entierro no acudieron los previstos. Ninguno de los hombres que la adoraron presenció su ingreso en la eternidad. Lee Strasberg, la eminencia, su profesor en el Actor's Studio, pronunció un sencillo y frío discurso en el que habló de su luz, de su deseo. Lugares comunes los dos. Un periódico dijo que el texto podría guardarse para el siguiente muerto de Hollywood. Los obituarios son tan fáciles de escribir. Tan sólo estuvo en la cima diez años. Sus papeles en La jungla de asfalto o Eva al desnudo fueron irrelevantes. Una cara bonita con una dicción torpe.
Norma Jean, luego Marilyn Monroe, amó todo lo que le venía muy grande. Tal vez hubiera deseado ser menos rotunda, no haber tenido las caderas tan ampulosas, los pechos tan prominentes, los labios gordezuelos y la voz delicada y promiscua como un susurro de una geisha, pero ninguna de esas peticiones privadas le fue concedida A cada triunfo de la carne debía sumar uno de la inteligencia. Por compensar. Era una lucha dolorosa entre la el espíritu y la materia, la antigua lucha. La diva sonríe con la timidez de quien sabe que un cicatriz le cruza el vientre y que de ahí se puede reescribir su biografía, el trayecto invisible por la fama y por el terrible dolor del desamparo. De alguna forma siempre imaginamos a Marilyn Monroe abandonada, ninguneada por los intelectuales de la época. Todavía fascinan esas fotografías en las que lee el Ulises de Joyce. A Marilyn nada le duró en exceso. El ojo privilegiaba su ampulosa anatomía y ella sólo era la rubia atolondrada, la explosiva actriz que reventaba los sets de rodaje con su informalidad y con su procacidad de niña mal crecida en un cuerpo lúbrico (todos a su manera lo son) e irreverente. Todas esas sesiones de fotos, incluso las últimas, las de Stern con Marilyn irritando al severo catón, son un epitafio. Todos sus amantes - Di Maggio, Miller, Sinatra, Montand, los Kennedy - esquilmaron su inocencia, su sencilla apariencia de muchacha rural que escalafona al estrellato por cinco portadas de Playboy, una cara juguetona y unas medidas populares, dignas de figurar en la cabina de cualquier camionero. Murió a los 36 años, pero tal vez vivió más vidas que muchos que alcanzan la dorada senectud afiliados a la rutina y al leve espasmo de no consentir asombro alguno. Todas esas fotografías con las que se celebra que estuvo en el mundo revelan un espíritu afligido, una especie de derrumbe moral o de decaimiento. Pasó por una celda acolchada en un hospital psiquiátrico de Nueva York. Fue contra su voluntad, casi por requerimiento comercial. La mujer se debía al mito. Lo de menos era el alma, que oculta durante años de sesiones fotográficas perfectas, pero no siempre hay que buscar el glamour, esa perfección con la que el ojo cree encontrar algo sobrenatural, no humano, no suyo, no a su alcance. El cuerpo tiene memoria (dicen por ahí que más de la que creemos) y también tiene su historia que contar.
No brilló mucho en casi nada. No fue un actriz sobria a lo Bette Davis ni encandiló como cantante a lo Ella Fitzgerald. Su cénit fue fugaz. Incluso podíamo atrevernos a decir que no hubo cénit y toda la imaginería poética atribuida a su figura corresponde exclusivamente a la épica lujuriosa de los muertos, que concitan el beneplácito de los que les sobreviven y donan elogios porque saben que el destinatario no va a fruncir el ceño ni hacer un mohín de arrobo puro cuando lea o escucha la salva de adjetivos grandilocuentes y la prosa espumosa de los fans. Marilyn jamás cantó bien. Su voz brincaba como un pececillo juguetón entre las notas. No desafinaba, pero tampoco descollaba. Todo en un término medio imprudente que hubiese, en otra actriz menos reventona, provocado más recelos que atenciones. A Marilyn Monroe se le consintió casi todo. Incluso morirse en esa edad tan mitificable. Cole Porter no escribió My heart belongs to daddy pensando en la rubia de oro, pero es la versión más perdurable. Su inocencia vocal, su inseguridad casi profesional le labró un porvenir fiable en el show-business del vinilo. Interesaba más la imperfección grata que los registros impecables de otras damas de la canción. A pesar de eso, Marilyn Monroe facturó algunas canciones soberbias (I'm gonna file my claim, Diamonds are a girl's best friend o la inmortal I wanna be loved by you, que parece ser susurrada al oído, en lugar de cantada; que sugiere y provoca como un lascivo picotazo de sensualidad pura. Así era Marilyn, aunque conste en el imaginario popular el Happy Birthday, Mr. President, contaminado todo él de promiscua belleza fonética, exento de corrección política alguna y convertido (es mi caso) en la canción que siempre soñé para todos mis cumpleaños. Iluso.
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