20.3.22

79/365 Friedrich Nietzsche

 



Una de las muchas causas por las que no soy creyente (no la de más peso) es Nietzsche. Lo leí en una época en que todo me parecía trascendental y los días tenían por argamasa una sustancia de naturaleza apocalíptica y frágil, impetuosa y un punto contradictoria, revolucionaria: importaban más las grandes preguntas de la filosofía que las pequeñas preguntas de la vida, que todavía no se había plantado y hecho trizas (es un decir) mi mundo. Nietzsche me mató a Dios, sin que tampoco tenga muy claro si yo lo tenía vivo: no es edad o lo es tangencial y livianamente.  Treinta años más tarde, sigo dándole vueltas a ese asesinato libresco. No era cosa enteramente suya la responsabilidad histórica de hacer que pensáramos problemáticamente en Dios, pero él llevó el argumento más lejos que nadie. Dios era algo refutable. Fue la edad en que lees con fervor, como si te hablasen a ti, como si Zaratustra entonase su cántico humano (él vino a hablar a los hombres, era la tierra el destino de sus cuitas) únicamente para mis oídos. Este catedrático de griego metido a pensador (una cosa y la otra van de la mano, a poco que se piense) fue un hombre peculiar y no siempre coincide lo que se dice de él (las cosas que se le imputan) y lo que de verdad hizo, a todo a lo que con entusiasmo entregó su achacosa vida. Jubilado antes de cumplir los cuarenta, aquejado de unos terribles dolores de cabeza, Nietzsche pudo entregarse a la encomienda de escribir sin que se distrajese con la rutina de la enseñanza. El escaso sueldo que le quedó le permitió pocos excesos, pero nunca pasó penurias. Toda convicción es una cárcel. Incluso las suyas lo eran. Dar con una respuesta o no hacerlo. Dar con la pregunta o no formular ninguna. Está el hombre desvalido, sí, pero él no tuvo la culpa, aunque lo pregonara. Ese desvalimiento persiste y se amplifica, debe ser asunto de cualquier tiempo que los problemas que acuciaron el pasado se proclamen nuevos en él y se retomen. También lo dijo Nietzsche: todo está dicho, todo es repetición, retorno eterno. 


De niño fue un poeta estupendo, a decir de quienes lo trataron. Un niño bonito del que no se podría asegurar si tendría o no bigote o si se echaría una especie de novia imaginaria, la activista feminista Lou Salomé, que lo frustró indeciblemente y que también afectó el corazón del joven Rainer Maria Rilke o si se aficionaría enfermizamente a Wagner o si acabaría postrado y en trance los últimos años de su vida, cuando ya perdió definitivamente la cabeza. Eso de que un filósofo acabe perdiendo la cabeza me trae lo de que un novelista se ennuble en olvidos, como le pasó a Gabo, que no recordaba qué era Macondo y si allí fusilaron o amaron a alguien. En lo que a mí respecta, lector enfurecido suyo en una edad en la que las lecturas enfurecidas lo ocupan todo, lector más tarde de mayor paciencia, sin alborotar más de la cuenta, veo todavía a Nietzsche como una especie de icono. Como John Lennon. Como un Che. Como un Cristo en su cruz. Lo veo en una oscuridad sin dueño, ahí perdido, insosteniblemente solo, proclamando su lugar en el mundo, enseñando a algunos el suyo. Lo veo en balnearios en la nieve de los Alpes o en una playa del Adriático. Iba allí a perderse, a decir suyo. El filósofo seriamente concentrado en sus cosas rodeado de gente que no repararía en él cuando se lo cruzaran en una calle de Capri o en una cafetería de Venecia o de su amado Turín. Es especular lo que hago, comprenderán. Nada distinto a lo que hacen todos los filósofos, que son narradores de los cuentos de la imaginación teológica. Nada distinto a lo que hacen los poetas, que son narradores de los cuentos de la imaginación amorosa. Friedrich Nietzsche fue un enamoradizo. Un misógino también. Se pueden amar a todas las mujeres y sentir aversión más tarde cuando una a una o muchas a la vez lo rechazan a uno con más o menos vehemencia. Era de pedir matrimonio Friedrich a poco que la dama se le pusiera más a tiro y de flaquear lo justo cuando le daban calabazas. 


Nietzsche es el creador de uno de esos aforismos rutilantes que se pueden decir sin temor a perder una palabra o no saber acometer el decir de su sintaxis: "Dios ha muerto". En lugar del Dios cristiano, que era débil y trampeaba para lograr sus propósitos, se abrazó a cualquier otro dios que respondiera a sus ideales de éxtasis contemplativo, en los que desfilaban todos esos héroes y dioses griegos, apasionados dioses que permitían idénticos apasionamientos a quienes los veneraran. Si aceptas a esa pléyade de deidades helenas, hay muchas y algunas son de una promiscua vanidad, puedes aceptar casi cualquier cosa. No crees en Dios y acabarás creyendo en cualquier conferenciante de barrio. El día en que Nietzsche perdió la cabeza abrazó la de un caballo. Ocurrió en Turín cuando un cochero lo lastimaba al negarse a hacer su trabajo. De ahí en adelante, debilitado por la sífilis y por la locura, una enfermedad llama a la otra, Nietzsche es un fragmento de sí mismo. Uno fuerte aún, capaz de discutir con brillantez si se tercia, pero incapaz de ejercer de nuevo la docencia en la universidad o encerrarse en una habitación y manuscribir con ardor esos libros suyos que lo arrebataban del mundo y lo ingresaban más tarde con más fiereza y convicción en él. Qué fácil es ser un megalómano, con qué rápido gesto se nos invita a reconocernos únicos, grandes, poderosos. Qué débil línea hay también entre estar en nuestros cabales (se decía así, ya no se usa esa bendita expresión) o habernos alejado de ellos. Los de Nietzsche son los de cualquiera que hubiese sacrificado todo por un ideal y, al final de su vida, se hubiera percatado de que probablemente nada valió la pena. Hay un sentido de tragedia en los textos de la que se infiere que no es elemento narrativo de su filosofía, sino ingrediente de su propia existencia. Vale matar a Dios, pero no a Dionisos. 


Tal vez Nietzsche fue el menor de los nihilistas, qué bonita paradoja ésa. En su doctrina arremete contra todo de un modo tan vehemente que entra en lo razonable que el primer afectado de su vehemencia fuese él mismo. Miras al abismo y el abismo te mira a ti, dejó escrito. Es ésa la idea que lo convierte todo en niebla, en olvido, en delirio, pero el placer al que consagró su existencia, cuando no estaba despotricando contra cualquier asunto que le incomodara o en un burdel, lo condujo a que hasta desconfiara de su razonamientos y los rebatiera como si fuesen ajenos. Probablemente lo serían. Quién podría asegurar que lo que piensa no vendrá de otro que lo pensó antes y que escuchamos y algo quedó por ahí, cabeza adentro, haciendo su delicada trabajo de prospección y sondeo. Habría quien antes de él vociferara que el cristianismo es la única gran maldición, la deshonra de la humanidad, escribe en El Anticristo. Habría quien le ganara en radicalidad. De esa dureza en el pensamiento, de la que deriva todo lo nietzscheano, yo prefiero su poesía. Porque sabía escribir con delicadeza, a pesar de la rudeza hasta de la sintaxis. Parece que se le escuche gritar cuando se le lee y parece también que es un poeta el que está declamando en su soledad. Solo y enfadado, lírico y trágico. Se le tiene la compasión de la que él huía y que causaba el mal mayor del hombre. Es un afecto enfermizo, sentenciaba: "un instinto depresivo, débil, contagioso, que genera melancolía, obstaculiza las leyes naturales de la evolución y propaga el sufrimiento en el mundo". Me gusta cuando llama a Jesús de Nazaret un "santo anarquista". De su criba cristiana salva a su redentor, qué paradoja también. Es un salvamento parcial, claro. Lo zahiere con saña cuando puede, pero queda la idea de que lo respetaba, creyendo que era un espíritu rebelde, que se envalentonó contra los falsos teólogos y pregonó cierta idea de bondad ingenua en la que él, a pesar de su doctrina superhumana, participaba. No tiene Nietzsche  culpa de que los nazis lo entronizaran como lo hicieron. Ningún autor sabe qué va a pasar después con lo que escribe. Lo primero que hacen los invasores cuando se apropian de un país es destruir sus bibliotecas. El pueblo no accede a la lectura, el pueblo puede ser guiado. Tal vez podría penalizar que la de Nietzsche favorecía algunas lecturas erróneas, pero cuál no. De esa literatura dijo Thomas Mann que era la mejor prosa alemana tras de la de Lutero, del que no tengo el gusto de haber leído una sola línea, pero Mann me merece un respeto y será una opinión fiable. En esa querencia a la palabra, en cómo la palabra negocia la cercanía de otras o cómo la lectura avanza con fluidez, qué cosa más notoria lo de la fluidez en un texto filosófico, es en donde ese lector joven de Nietzsche que fui alguna vez más a gusto se sintió.. Cuando he leído después, algunos completos y muchas veces por fragmentos, cogiendo páginas al albur, un poco a lo loco, sentimental y caóticamente, he sentido nostalgia. Me ha hecho pensar en el placer que tuve cuando entraba en una librería y compraba alguno de esos libritos de Alianza en los que se prometía un mundo revolucionario. Un mundo sin Dios, qué barbaridad. Con los años he reparado en que no hace falta que Dios no esté, por mucho que yo no haya dado con él aún. Estaría bien que algo sucediera en alguna parte que hiciera que todo fuese un poco mejor, no sé si me explico. No sé tampoco si luego se cumplió del todo o fue una sencilla aventura adolescente esa revolución, creo que no. Más adelante vienen las fantasías equinocciales. Como si ya hubiésemos trasegado una mitad y en la otra advirtiéramos lo impresionables y porosos que éramos entonces. 

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