Defiéndeme, Señor. (El vocativo
No implica a Nadie. Es solo una palabra
De este ejercicio que el desgano labra
Y que en la tarde del temor escribo.) Defiéndeme de mí. Ya lo dijeron
Montaigne y Browne y un español que ignoro; Algo me queda aún de todo ese oro
Que mis ojos de sombra recogieron. Defiéndeme, Señor, del impaciente
Apetito de ser mármol y olvido;
Defiéndeme de ser el que ya he sido
El que ya he sido irreparablemente.
No de la espada o de la roja lanza Defiéndeme, sino de la esperanza.
Jorge Luis Borges , “Religio Medici, 1643”, en El oro de los tigres
Las vidas de algunas grandes eminencias del saber o de las disciplinas artísticas suelen ser escasas en aventuras, poco narrables. No poseen nada que las eleve sobre el resto y ni siquiera un ánimo generoso logra extraer alguna incidencia que conjure el aburrimiento de su lectura. La de Thomas Browne es esa vida sin grandes sobresaltos, casi como la de cualquiera, pero la verdadera aventura estaba dentro de su cabeza, suele pasar. Leído como un Montaigne menos sistemático, no tan fresco, ni tan locuaz, Browne es fácil de leer. Se lee a Browne como si no hubiesen pasado cuatro siglos desde que manuscribiera sus textos. Me gusta porque escribe a la manera en que me gusta que se escriba. Las oraciones tienen que tener peso, sin que agoten; el vocabulario, aun accesible, tiene que contener obstáculos que precisen manejar un buen diccionario. Deberíamos tenerlos más a mano. No apartarlos, saber qué ellos nos sacarán del atasco y nos darán la luz que despejará cualquier sombra. No hay sombras en Browne, yo no he visto ninguna en lo que he ido leyendo. Browne habla de religión y de sufrimiento, de la bondad del ser humano y de la desgracia de sus actos. Si lo piensa uno, de eso hablaba Unamuno, excusad la rima, no fue intencionada. Nos cuenta Browne el mundo como si lo narrara en el convulso ahora. Una edición muy vieja encontrada hace unos veranos en un saldo de baratillo me ha hecho volver a sus pesquisas morales. Hace como el detective cuando indaga en la trama de un delito: se acopia de las palabras y luego va componiendo la manera idónea de que enlacen y den un significado. Es la curiosidad la que mueve su ingenio. Escribió: "«Me contentaría con que pudiéramos procrear como los árboles, sin cópula, o que hubiese alguna manera de perpetuar el mundo sin ese trivial y vulgar modo de coyunda». No hace falta secundar la propuesta, no se debe tomar al pie de la letra la sugerencia espiritual, pero cómo no reconocer su osadía, la componenda del pecado, que siempre tuvo su predicamento en esos tiempos de bruma, si bien él hizo caso omiso a su sugerencia y tuvo con su esposa once hijos. También tenía una alta estima a las Escrituras el buen Bach y trajo al mundo la progenie suficiente como para extender su semilla hasta el fin de los tiempos. No era hombre de altos vuelos humorísticos sir Thomas. Ser médico en aquella época (siglo XVII) no debió ser un jardín de risas y de música bailable. «El prolongado hábito de vivir nos indispone a morir», escribió en una obrita sobre las costumbres funerarias a lo largo de la Historia. Hay instrucciones suyas que no place cumplirlas; otras, sin embargo, son deleitosos, dan el júbilo de las que adolecen las comunes, las despachadas por la rutina. En estos tiempos de encierro, leer a Browne es pedagógico. Lo dice bien claro: Aprended a estar solos y si se os ocurre intimar con otros dad de vosotros la medida idónea y dejad que lo bueno que oigáis prenda adentro y ocupe vuestra soledad. Si otros vaticinan penurias, si se preocupan con singular empeño en desautorizar al sabio, vosotros arreglad oído y corazón para que las palabras doctas aniden y os conforten, pero si se emponzoña la charla y la perturba el desorden, huid lejos, centraos en la conversación que uno entabla consigo mismo y no os alarméis ni dejéis que la flaqueza acuda. Yacerá en su lecho vuestro cuerpo “como Pompeyo y sus hijos, en todos los puntos cardinales, especulará sobre el Universo y gozará del mundo entero en la ermita de sí mismo”.
De provinciana vida sin sobresaltos, Browne fue, en esencia, un observador de sí mismo, una especie de laborioso y paciente espectador del milagro de su existencia, de la que daba gracias continuas a Dios y con la que, a la vista de su ingenio y su curiosidad, entrevió los designios de la eternidad, aunque lo que ocupara su tráfago diario fueran los enfermos y contara con la verdad de la medicina para ahuyentar de ellos los males que los afligían, pero lo que le fascina a este cronista de sus vicios es su trabajada prosa inglesa, su maravillosa erudición. Borges admiraba de él que pudiera dedicar un estudio a las plantas que menciona la Biblia o a los jeroglíficos o los errores comunes que se cometen en geografía, ciencias de las naturaleza o en filosofía, materias estas últimas en las que parecen prevalecer las opiniones sin fundamento, esa ciencia falsa que hoy en día lamentablemente triunfa. Libros triviales, los llamaba. Qué alegría de trivialidad, con qué Un ángel trastornado, dijo Melville que era Browne. Hasta Stevenson se prometió a sí mismo aplicarse a diario para parecerse a él. No hay mucho que contar sobre su vida. No anima ese propósito este escrito sencillo, trivial también, permitidme la osadía. Browne es el armador de una enciclopedia fantástica sobre cosas intrascendentes, donde incorporaba liviandades varias, en la que dejaba caer lo periférico como si se tratara de lo central. La religión de un médico es un libro singularísimo, que se lee con absoluta fluidez, yendo hacia adelante con la sensación de que gana simpatía conforme vamos conociendo de verdad el propósito que lo anima, que no es la filosofía o no lo es con entera longitud, sino un comunicado marginal de estricto consumo interno: lo manuscribió sin intención de que se divulgase, aunque una edición no exactamente literal al original lo apremió a corregirlo a su completo gusto. Habla ese insólito libro de cosas sin un orden, aunque engarce un propósito con otro por el sencillo arrullo de su entretenido discurrir. Lo entrega con ardor, no parece que acuda la flaqueza, todo se imbuye de un entusiasmo admirable. Debió escribir como un alucinado. Animado por un panteísmo juguetón y sencillo, Browne establece con Dios un diálogo de gratitud por todo lo que Natura ofrece a sus sentidos, pero ninguna de sus alabanzas conmovió al Santo Padre de Roma, que los proscribió, lo que no impidió que el volumen adquiriera fama en la Europa académica y sensible, cosa minúscula en esos tiempos grises. Bendito humanismo el suyo, bendito latín y griego, lenguas que adoraba.
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