Gloria Fuertes, por complicaciones en el parto, nació a los dos días de edad y dejó de ser analfabeta a los tres años. Cumplidos los nueve la pilló un carro y a los catorce, la guerra. Por esa época, cuando más falta le hacía, se le fue la madre y el virgo. Lo del amor la ayudó a no caer en la tristeza y lo de los poemas a que no cayeron los demás. Para procurarse el condumio y algún capricho, le salió una oficina donde se hizo la tonta. Porque de noche, al volver a casa, le daba por escribir a sus muertos y a sus vivos. En esas distracciones para que no sonara mucho la tripa, pensando en lo rápido que se acaba esto o en lo lento que va cuando no se acaba, supo que el dolor envejece más que el tiempo o que, al abandonar este patio de recreo, cuando ya ni fume ni llore, querría que la recordasen los niños y los adultos que no han permitido que el niño que fueron se marchara. Dijo nacer para poeta o para muerto, pero no le incomodaba que pensase en ella como puta o como payaso. Siempre escogía lo difícil y, aunque en un verso suelto escribió que no se manchaba las manos, no hubo día en que no declarara lo feliz que se sentía al ser pobre y tener una alacena con caramelos y leche en polvo, con un sol redondo y bonito y un árbol que, harto de estar seco y no dar pájaros, se resolvió figurita de mazapán y endulzaba el aire. Era Gloria de quitarse de en medio si veía que sobraba, pero la llamaban de los colegios (ven y te traes contigo al gallo y a la vaca) y de los sindicatos (ven y traes contigo la mala leche y los estatutos) y Gloria iba la mar de contenta por no hacerles un feo y por ponerse, un día entre muchos días, presumida de corbatas y de pelo a la taza. En los ratos malos, cuando se paraba a pensar más de la cuenta, contaba de memoria las risas que hizo, pues ya sabemos que era algo payasa. Anduvo en la infancia de un colegio de monjas a otro y se quedaba dormida en las letanías. Antes que poeta, eso nunca se sabe del todo, fue mecanógrafa y taquígrafa y fue niñera en la edad en que todavía era niña y criada de su propia casa. "Yo misma fui mi primera muñeca". Luego se metió en hacer cuentas y trabajó como contable en una fábrica en plena guerra. Manolo, un novio anarquista que se echó, se fue al frente como Mambrú y se quedó allí. Como los hombres le hacían el mismo caso que las mujeres, imaginamos que mucho o poco, según las circunstancias, probó con Chelo Sánchez, una novia maestra, con la que vio volar hormigas y discurrir peces durante sesenta años. Las dos se rieron del mundo y hasta entra en lo razonable (o en lo poético) que sintieran que también el mundo, tan cruel casi siempre, aprendiera a reírse de ellas. Tuvo otros amores. Phyllis Turnbull era una hispanista que conoció en conoció estudiando inglés. Patrona de los amores prohibidos, vivieron juntas en Pensilvania y en Lavapiés. Las tres, Gloria, Chelo y Phyllis, vivieron como si la vida de pronto fuese bonita. Gloria cogía la Vespa y llevaba libros a los pueblos de la Sierra de Madrid. En los Estados Unidos, recitó poemas en un concierto de Joan Baez y amó el jazz. En España, cuando se le acabó su trabajo de profesora de español en las Américas, se metió en la tele y en las casas de todos los españoles. Yo no escribo para mí, llevo la poesía a la gente. Luego, después de oírme, igual quieren leerme, dijo. No le hizo ascos a los periódicos ni a los tebeos. Era la poeta de guardia de un país demasiado vigilado.
Fue amable en las letras y en la vida. Los amigos le llevaban whisky y lenguados. Lo que ganó con sus versos para niños, cien millones de pesetas de la época, lo legó a la Ciudad de los Muchachos. Más que una donación, fue un pago. Llevó por España entera su voz ronca de mucho tabaco y recitaba como si nadie más pudiera hacerlo. Se le daba mal contar las sílabas, pero hizo que todos aprendiéramos a contar globos. La educación de varias generaciones le debe mucho. Hay colegios que llevan su nombre. Hay casas que tienen la Biblia y algunos libros suyos de poesía. No hay maestro que no sienta gratitud hacia ella. Si la poesía ha tenido en este país algún predicamento social es gracias a sus diabluras de niña con todas esas maravillosas rimas en la cabeza. Luego vendrá otra poesía, pero hay una edad en la que se le encomienda que nos lleve de la mano y nos haga reír con los versos. En USA no se usa la ensaladilla rusa, les digo yo a mis alumnos de cuando en cuando. Las veces en que les leo poemas de Gloria Fuertes, venga a cuento o no, siempre encuentro gratitud. Es un acto de sincera justicia contar con ella para que luego podamos contar con nosotros mismos. Esa poesía infantil eclipsó a la otra, la de las palabras turbias y las palabras dolorosas, la de su vida ocupada en beber ("Bebo porque la gente no me gusta"). Pidió prestado el amor y lo devolvió con creces, escribió. Estuvo al borde del abismo, que era la tuberculosis, que era el suicidio, que era la fama. Con Dios tuvo sus desavenencias y sus afectos. Se le ocurrió que podría ser una mujer, ella era muy de mujeres y de verlo todo con ojos femeninos, a pesar de exhibirse con trazas de hombre y rodearse de ellos como si fuese uno más. Bendecía a Dios al morder una manzana y al sentirse poeta. Cuando le dolía el cuerpo, por el ruido y por el llanto, lo llamaba en silencio, sin pareados, a la sencilla manera de quien desea sentirse en compañía. El mar, al que fue a despedirse cuando el cáncer de pulmón daba ya sus últimas campanadas de luto, era llanto de Dios. Probad el mar, decía, son lágrimas de Dios por los humanos. Lo esperó en la metralla de la guerra y en las flores de los cementerios. Lo vería a su manera, que es lo que cada uno hace al abrir mucho los ojos o al cerrarlos con voluntad de ver lo negado a los sentidos. Dios ahogaba, sin apretar. No es Dios de adular a sus criaturas, pero están junto a ellas cuando lo reclaman. Un mucho panteísta, Gloria lo veía en el rumor del agua en el cauce, en los riscos en los que juguetea una cabra o en el tacto de un osito de peluche. "Aunque parezca mentira, ¡Dios existe!". Le agradecía haberla hecho humana, cuando en sus ecuaciones podría haber pensando en hacerla rana o vaso. Ella, de rana, habría disfrutado muchísimo. Lo del vaso es otro asunto: era más de vaciarlo, pero igual también esa costumbre suya era una evidencia del amor que Dios le procuraba. No me sueltes de tu mano, le pedía. Hazme payaso, buen Dios. Dame la risa y haz que los demás, al verme payasa, se rían conmigo. Tiene poemas a Dios que estremecen. En uno que recuerdo con más agradecido cariño, dice que una madre ha parido un niño y que Dios se ha puesto de pie para mirarle. Un villancico antológico. Los pobres, tan queridos, eran de Dios y peor sería si todo fuese mentira y el pobre anduviera solo, sin nada que lo conforte, sin nadie que lo escuche. Está desnudo Dios: el que no quiera verle, que no mire. Hay una Gloria Fuertes aforista. Su concisión anonada. "Cuando nos enamoramos, parece que Dios nos hubiera cogido cariño". "Escribir poesía es una manera de rezar". Hacía poesía como un oficio religioso. Con que se acordara Dios de su nombre, bastaba. Ontológicamente, cual filósofa metida en faena, dijo que Dios es, el resto sólo está. Hay uno enternecedor, delicioso. Se llama Breve diálogo celestial. Gloria lo llama: Dios. Él responde: Tú dirás, Gloria. Quería comprarse una flor natural. Como las que le dan a Pemán algunas veces. También tenía su poquita de mala leche. Melchora, Gaspara y Baltasara, las tres reinas magas que fueron a rendir tributo al niño Jesús porque sus maridos estaban indispuestos, les estarán eternamente agradecidas. Pedro y yo lo estamos también.
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